Para no caer en la trampa de la bipolaridad me permití desagregar algunos elementos que rodean el juicio a Ríos Montt y que van más a allá de afirmar o negar el genocidio en Guatemala.
La sed de Justicia: definitivamente, la justicia es una necesidad subyacente. Han transcurrido 16 años desde la firma de los Acuerdos de Paz y si bien se han registrado avances, la reparación material y social a las víctimas, así como el tratamiento de la enfermedad estructural que alimentó la confrontación, no ha sido tan agresivo como sí lo fue la fuerza de las armas. Muchas de las personas que testificaron en los tribunales no han experimentado un cambio significativo en sus condiciones de vida, tampoco han encontrado los cuerpos de sus familiares para darles cristiana sepultura, es más, viven aun con la esperanza de que un día aparezcan, zozobra que imagino insoportable.
Para varios de ellos el juicio contra Ríos Montt representó la única ventana de oportunidad para lograr justicia para sus seres queridos y experimentar cierta sensación de respeto a su dignidad. Esto es algo que no suele considerarse en su justa dimensión y que va más allá del odio y la venganza. No falta quien quiera pintar este clamor como una guerra sucia de vengadores.
El hecho de ser indígena lleva consigo el prejuicio de que se es incapaz de actuar por sí mismo, de ahí la calificación de “acarreados”, reduciéndolos a seres despojados de racionalidad, consciencia y voluntad propia. Se deslegitima su dolor, intencionalidad y necesidades. Pareciera que solo el mestizo siente, piensa, racionaliza, tiene derechos, puede valerse y actuar por sí mismo.
Últimamente, la bandera de la justicia transicional se alza otra vez con fuerza. Veo en ella un ideal que avanza desacompasada y lentamente, pero que además se enreda en las marañas de la desordenada ambición, egoísmo y avaricia de muchos. Aun así, es un error desahuciarla.
Hubo o no genocidio: el juicio y reciente sentencia por genocidio, ocupan el lugar central de la discusión constituyéndose en una fórmula única de lograr justicia para las víctimas. El tema es sumamente complejo y para poder opinar con propiedad sobre si hubo o no genocidio en Guatemala es necesario invertir largas horas de estudio, por eso me sorprende la ligereza de muchas personas que, sin ser expertos en la materia, se posicionan con facilidad e incluso, tratan de obligarme a tomar posición (cuando no trinchera) con el único fin de dividir, polarizar e invalidar las demandas de las víctimas. Muchas afirmaciones se hacen con el solo respaldo de la sospecha y sin un ápice de prueba, esto lo que hace es contribuir al delirio creado.
La desconfianza hacia el proceso: corresponde a las autoridades del Organismo Judicial el debido análisis del proceso para garantizar su objetividad, imparcialidad, apego a las normas y procedimientos establecidos. Algo que pasa necesariamente por las normas disciplinarias que debieron regir el comportamiento de la parte acusadora, la defensa y los jueces encargados del caso. La politización e ideologización suscitados no debe inhibirlos en su actuar, al contrario, como autoridades tienen la obligación de salvaguardar la integridad de un proceso fuertemente cuestionado, teniendo presente que la función de un juez o un magistrado no es la de quedar bien con nadie sino la de velar por el buen uso de un derecho que respeta dignidades y alcanza el ideal de justicia. La justicia no debe ser secuestrada para adaptarla a corrientes ideológicas.
La consigna: “O todos hijos o todos entenados” y se juzgue también a los guerrilleros, es uno de los argumentos que más eco han tenido en la opinión pública y que plantea un dilema moral entre justicia y reconciliación, pues se privilegia el castigo a los planificadores y gerentes de la barbarie, más que la restuaración del daño causado. ¿Qué pasa cuando los perpetradores son numerosos? ¿Es la justicia un impedimento para la paz negociada? ¿Debemos aspirar solo a la paz que podría encontrarse en la derrota del otro? ¿Existe alguna forma de flexibilizar la justicia para hacerla más permeable al perdón y la reconciliación? Esta es una de las grandes tensiones que acompañan el trabajo de los hacedores de paz y los defensores de derechos humanos sobre la cual no tengo respuesta, pero que es preciso reflexionar. Mientras mayor es el número de víctimas y mayor sea la injusticia asociada a los procesos de victimización, mayor será el odio acumulado en la sociedad.
El rol de la comunidad internacional: en este sentido, en un país donde las cárceles están llenas de pobres por la corrupción que padece el sistema de justicia, por incompetencia e insuficiencia de funcionarios, además de lo oneroso que resulta acceder a defensa privada, es comprensible la asistencia subsidiaria internacional. Dicha asistencia debe enfocarse a proveer defensa y orientación legal a los más vulnerables, pero jamás debería violentar la independencia del poder judicial, interfiriendo o presionando la decisión de las autoridades responsables. ¿No sería esto contradictorio con sus exigencias constantes del fortalecimiento institucional?
La estabilidad política y la paz social: evocar a un valor superior como la preservación de la paz acordada y firmada en 1996 es comprensible sobre todo en un contexto como el actual donde la emotividad secuestra la razón. No obstante, este llamado tiene límites pues, ¿Cómo pedir a las víctimas que privilegien los intereses e ideales nacionales por sobre los propios, en un país cooptado que poco o quizás nada ha hecho por ellos?
Creo que el caso está lleno de grises, en consecuencia opto por la moderación y la prudencia. Como decía Tolstoi, “La verdad debe imponerse sin violencia”.
Más de este autor