Durante toda la segunda mitad del siglo XX, el gran vecino del Norte representaba bien la imagen de “El Dorado”, una especie de paraíso donde los emprendedores, los “echaos pa’lante” y los que tenían ganas de comerse el mundo podían medrar, forjarse su propio destino y salir triunfantes en el darwinismo social que impera en la sociedad norteamericana: los mejores progresan, aprovechan las oportunidades que les ofrece un sistema que recompensa a los buenos y se saltan en una generación dos o tres clases sociales, pudiendo pasar de jornaleros del café en Guatemala a rico empresario en Los Ángeles. Pues parece que esto ya no es así, pues la última crisis económica de la que todavía no hemos salido y las políticas neoliberales impuestas como dogma de fe desde la era Reagan han dinamitado la imagen de país de las oportunidades donde el self-made man podía forjarse su destino, viniera de donde viniera.
De entrada, unos datos elocuentes de fuentes norteamericanas, que ilustran el lado oscuro del Imperio (recordando la frase de Star Wars). Los datos más recientes indican que hay 50 millones de norteamericanos que viven en hogares que tienen inseguridad alimentaria, de los cuales unos 45 millones reciben asistencia alimentaria a través de programas federales (en forma de comida proporcionada por el Estado). Aunque esto no se comente mucho en los foros internacionales, el mayor programa de lucha contra el hambre del mundo por recursos financieros está en Estados Unidos, y sirve para atender a su propia población. Hay que señalar que es un buen programa en cuanto a la gestión y los recursos financieros y que tiene una larga trayectoria, pero también es una mala señal de las bondades de su sistema económico. Y no sólo hay hambre en los Estados Unidos, también hay pobreza extrema, falta de vivienda digna o acceso a agua potable (16 millones de niños y niñas son pobres, miles de familias viven en sus propios automóviles o en túneles abandonados, o simplemente en la calle). Esas penalidades las sufren mayoritariamente los grupos sociales más débiles, como los inmigrantes y los afro-descendientes, con lo que muchos conciudadanos que se fueron al norte para buscar su sueño se dieron cuenta que allí viven igual o peor que como vivían en su comunidad de origen.
La desigualdad en el acceso a la riqueza, la inequidad salarial o la acumulación desigual de capital son conceptos que en Estados Unidos alcanzan cotas impensables en un país que tiene una democracia asentada y un Estado fuerte que controla muchos aspectos de la vida ciudadana. La desigualdad en el acceso a la riqueza y la distribución de las rentas es escandalosamente desigual y este excelente video (en inglés) muestra los datos de manera gráfica y fácil de entender. El acceso a los millones de productos de consumo que te ofrece el “modelo americano” esta enormemente restringido para decenas de millones de ciudadanos. Conviene señalar que esto es exactamente igual en Guatemala, pero aquí al menos no se presume del “modelo guatemalteco” de exclusión social basado en la raza, el color, la lengua, el apellido y el dinero. Sabemos callarnos las vergüenzas.
Y siendo mala la situación, además está empeorando. Desde la gran crisis de 2008, el proceso de recuperación económica en Estados Unidos ha llevado a que los ricos sean más ricos y los no-ricos sean más pobres. El 7% más rico vio su riqueza crecer en 5,600 millones de dólares, mientras que el 93% restante vio su riqueza reducirse en 600 millones. La salida de la crisis económica global está beneficiando exclusivamente al 1% más rico. Ese famoso 1% contra el que claman los manifestantes de Ocupa Wall Street acumula el 40% de la riqueza total del país, estimada en 54 billones de dólares (trillones en inglés), mientras que el 80% de la población (repito el 80%, o lo que es lo mismo, la abrumadora mayoría) apenas disfruta de un 7% de la riqueza del país. Muy poco para tanta gente. Migajillas...
Pero ¡ojo! esto no pasa solo en Estados Unidos, pues en casi todos los países de la OCDE ha crecido el número de ricos y super-ricos desde la crisis, contribuyendo a un aumento de la desigualdad global de la riqueza. En pocas palabras, cada vez los ricos son más gente y más ricos, y los pobres y las clases medias se reparten cada vez menos fondos. Al ser finito el dinero, no hay una solución ganadora-ganadora para todos. Si unos ganan mucho otros han de perder y ésa es la regla que debemos aprender sobre el dogma de la austeridad económica que nos han vendido como panacea para recortar prestaciones sociales y liberar aún más a los empresarios del control del Estado. Este dogma político, casi incuestionable en Europa y que ya está empezando a caer en Estados Unidos, se basa más en la avaricia y dudosa moralidad de unos pocos privilegiados que en unos postulados económicos demostrados por la ciencia.
Marcharse lejos de casa con la esperanza de medrar, y conseguir unos recursos para que tu familia mejore, y encontrarse con que el país de las oportunidades te ofrece pocas expectativas si no perteneces al 1% debe ser un golpe durísimo. Atravesar México, con el gran riesgo que supone de ser violado/a, descuartizado/a o extorsionado/a, y, tras enfrentar la dura frontera estadounidense, llegar a los Estados Prometidos para descubrir que el sueño ya no existe, supone una frustración enorme para el subconsciente colectivo de la clase menos pudiente de este país, que veía en Estados Unidos el país que podía ofrecerle lo que su propio país le negaba.
Ya para acabar, y sin que pretenda convertir esto en una tradición, me excuso nuevamente por molestarles con el Polochic. Se que el nombre está ya muy trillado y que ya saben de qué les voy a hablar antes de leerlo, pero les pido que reflexionen nuevamente sobre lo importante que es este tema para Guatemala. Los buenos políticos (que aunque pocos, existen) valoran adecuadamente la importancia de los símbolos, las imágenes y las percepciones de la opinión publica en el quehacer político. Y el Polochic es precisamente eso: un símbolo y una imagen. Una imagen recurrente de policías y militares armados contra familias indígenas desarmadas, una imagen de finqueros contra jornaleros, una imagen de violación de derechos fundamentales como el derecho a la alimentación o el derecho a una vivienda digna y, en resumen, una imagen que es ampliamente entendida como la de un Gobierno contra el pueblo que se supone que debe proteger. La imagen se puede cambiar: costaría muy poco hacerlo en términos económicos y el rédito político ser enorme.
Más de este autor