Era viernes y estaba en el bar con Eduardo y Enrique. Por la ventana podíamos ver pasar por la avenida los grupos de corredores cargando con las antorchas, mientras bebíamos unas cervezas. La mayoría eran adolescentes, iban todos sonriendo mientras trotaban. Celebraban la fiesta de independencia.
Estoy seguro de que la mayoría, por los carteles que llevaban, venían de sitios duros, donde la violencia no es un dato frío, sino tiene nombre y apellido. Así que no habrá que explicarles que de patria no queda mucho, porque no hay tal ciudadanía ni derechos ni servicios ni nada en común salvo el territorio. Ellos lo saben mejor que yo.
Estoy seguro de que ellos conocen más que nadie de peligro y sangre. Así que verlos contentos me pone feliz. Y mientras las caravanas seguían pasando, pensé en que hay tan poco qué hacer en esta ciudad que reúna a la gente de esta manera, en actos felices.
Sin embargo, el viernes por la tarde leí a mucha gente enfadada por el tráfico que provocaban las antorchas y sus escoltas. A veces me da la impresión de que vivo entre amargados. Es decir, todos sabemos que este día hay un tráfico absurdo, así que conocemos qué medidas tomar.
Julio, un amigo, ha dicho algo cierto: los peatones toleran la forma en que los conductores poseen salvajemente el espacio todo el tiempo, mientras esto es tan sólo un día. Pero acá la cosa es seria: hubo quien preguntó cuál era el sentido de las antorchas, porque le parecían absurdas.
La verdad es que examinándolas a profundidad no tienen sentido. Salvo la risa y la diversión de los que la portan y eso las justifica. La obsesión por que todo tenga sentido, que sea útil, provechoso e incluso oneroso, me parece temible.
Eduardo dijo, entre otras muchas cosas luminosas, mientras repartíamos la cerveza, que absurdo es que haya una presentadora del clima que gane setenta y cinco mil quetzales al mes de nuestros impuestos, cuando la gente del INSIVUMEH que intenta hacer ciencia de verdad, gana tres mil.
Vaya, el día en que haya que justificar lógicamente la diversión, ese día nos convertiremos en fósiles. Claro, quizá con los constantes bombardeos de noticias terribles, la injusticia y la ene cantidad de cosas dolorosas que hay que sufrir en este país, es lo más natural que se crea que no hay algo por qué celebrar nuestra nacionalidad.
Al final creo que aceptar que no existe tal cosa como “Guatemala” es el primer paso para construirnos una a la medida. Pero eso no resta que podamos ser felices por un momento, aún con cosas que carezcan de una utilidad. Y que tengamos que pelear por ello, como si no bastara el conflicto diario.
Vamos, que hay cosas qué celebrar también. Por estas fechas, uno de los proyectos más lúcidos está de aniversario. La Asociación Cultural Los Patojos cumple seis años y a mí me alegra muchísimo. Tuve la oportunidad de conocer personalmente el proyecto, dirigido por Juan Pablo Romero, uno de los tipos más entusiastas que haya conocido.
Guiado por un enorme sentido de pertenencia, con ayuda de su familia, Juan Pablo comenzó un proyecto en su natal Jocotenango, en el que trata de brindar oportunidades a los que no tienen. En Los Patojos, los muchachos de la localidad pueden acercarse al arte y el deporte de manera interactiva. También tienen un pequeño puesto de salud que se mantiene gracias a las donaciones que recibe; que, la verdad, son escasas y también gracias a la ayuda del médico, que dona mucho de su tiempo.
Recuerdo que fui alguna vez mientras hacían una fiesta. Fue esperanzador atestiguar la manera tan entregada en que los muchachos se involucran. Recordarlo me da paz. Sé que hay por ahí mucha gente trabajando en construir el país.
Creo que proyectos como éste, Un Techo para mi País y Caja Lúdica son los motivos por las que celebraría que hay un sitio llamado Guatemala. No dejo de pensar en lo afortunado que he sido teniendo amigos y familiares que además de contribuir a la discusión sobre nuestra problemática, aportan su trabajo diario para que las cosas cambien.
Cineastas, poetas y escritores, artistas visuales, periodistas, abogados y científicos. Todo un grupo de gente a la que admiro enormemente y que por fortuna coincidí con ellos en el mismo tiempo y espacio.
Cierto es que al final “mi país” son los que amo, porque vivo en ellos y ellos en mí. Pero también debo decir que este sitio va dentro de mí. Me ha hecho. Incluso con su inmenso dolor. Toda la luz que tengo dentro, toda esta gana de vivir, viene de ahí: de la inconformidad.
Y quiero pensar en cómo será todo cuando la guerra acabe. Quizá me siente en el bar a mirar la noche, sin pensar en que podría ser la última. Quizá deje mi trabajo y me vuelva un pastelero. Todo el mundo es feliz con los pasteles. Quizá haga cualquier cosa, cuando termine la guerra. Como acostarme por las noches sin pensar en las manchas escarlata que cubren las aceras, en los niños hambrientos o en que ojalá mi hijo pueda llegar a adulto sin que le pase algo malo. Quizá pueda sentir que se me acabó el miedo.
Hay días en los que parece que la guerra jamás acabará. Y que la tienen ganada los que prefieren hacer daño. Pero no; yo seguiré aferrándome a los míos, que son muchos y son luz. Como un sol que no se apaga, que siempre sale y alumbra incluso los sitios donde viven los asesinos, los corruptos, los avaros y los egoístas.
Más de este autor