Los presupuestos son los instrumentos por excelencia para la asignación de recursos. La función reguladora, en cambio, no necesariamente implica desembolsos, sino primordialmente la dirección del poder coercitivo del Estado hacia el cumplimiento de una norma.
Las discusiones sobre política fiscal son esencialmente discusiones sobre asignación de recursos. Por supuesto, el ámbito fiscal y el regulatorio pueden estar estrechamente vinculados, pues la política fiscal envuelve exigencias normativas y el marco regulatorio tiene consecuencias en la optimización de recursos por parte de agentes públicos y privados. Pese a ello, no debería suponer mucha controversia establecer que hablamos de cosas diferentes cuando discutimos, por un lado, si el edificio en que vivimos debe prohibir las mascotas y, por el otro, si la cuota de mantenimiento debe incrementarse para hacer un remozamiento del jardín (hablo metafóricamente).
En este último campo, la política fiscal descansa sobre tres pilares fundamentales: los bienes comunes, la justicia social y la eficiencia estatal. Bienes comunes son aquellos que benefician a muchos con independencia de quién contribuyó a ellos (como la seguridad o los parques) y que en condiciones de mercado serían proveídos menos de lo necesario, pues pocos querrían pagar por algo de lo que solo pueden beneficiarse en parte. Justicia social, en cambio, es el concepto que atañe a las desigualdades sociales originadas por dotaciones iniciales distintas de recursos y de poder y que corrige los resultados de mercado para reconocer la valía de todas las personas.
Un poco menos discutido es el tercer sustento de la política fiscal: el que el Estado pueda ser más eficiente que el sector privado para ejecutar algunos proyectos. Esto deriva de la posición natural del Gobierno como ente visible de autoridad, de su control territorial y de las masivas inversiones que ya ha realizado anteriormente y que le suponen ventajas como contar con capital humano, experiencia e información superiores. A manera de ejemplo de este punto, ¿cuánto tendría que invertir una empresa privada para conseguir para un eslogan una visibilidad comparable a la que el presidente consigue con un tuit? Quizá, en este hipotético caso, el salario presidencial compre más con menos dinero.
Siempre conviene tener en mente las razones anteriores. Con tener claro por qué existe una política es más fácil saber qué esperar de ella y cómo evaluarla. Pese a ello, en el discurso se suelen confundir las razones. Lo que en realidad es una política productiva se vende frecuentemente como política social y viceversa. Algo lamentable, pues en este caso las fronteras sí están claramente delimitadas.
Tomemos como ejemplo el conocido programa de fertilizantes del Ministerio de Agricultura. Numerosos estudios confirman que las entregas de fertilizantes poco o nada impactan en la productividad de los pequeños agricultores. Sin embargo, el programa se mantiene y cada año consume cientos de millones de quetzales del presupuesto. ¿Por qué? En palabras de Sandra Torres: «No puedo ir en contra de una decisión de las mayorías. Lo más importante para tener éxito político es saber escuchar».
Hablamos, entonces, de una política social. Esta, quizá con un impacto humano importante, pero ejecutada de forma sumamente ineficiente. Con menos recursos fiscales se podrían obtener mejores réditos eliminando el gasto intermedio, que en este caso resulta redundante (los agricultores beneficiados en muchos casos venden directamente los sacos de fertilizante que el Gobierno les provee). ¿Por qué no considerar las transferencias condicionadas?
Lamentablemente, este no será el único ejemplo. Los vientos políticos mundiales soplan en la dirección del dirigismo. Se desempolvan las políticas industriales. Subsidios, incentivos fiscales y proteccionismo serán parte del paisaje en algún momento no tan lejano. Y qué bien que así sea si eso nos lleva a contar con mejores bienes públicos y a utilizar el Estado para aquello en lo que es bueno.
Pero evitemos equivocarnos. La inversión en bienes públicos y las eficiencias estatales tienen puntos óptimos, no son un barril sin fondo. Es posible aproximarse a estos puntos aprovechando que algunas variables de mercado como el cambio de valor de la tierra recogen gran parte de los beneficios dispersos de una inversión. Este sería un enfoque superior al análisis más común (la comparativa internacional), el cual descansa sobre el supuesto erróneo de que todos los países deben parecerse o tender a la media.
Con frecuencia, comparar renglones de gasto como porcentaje del producto interno bruto llevará a pensar que Guatemala invierte menos de lo necesario. Esto puede ser válido para la política social, pero, si de política productiva hablamos, siempre sería un error tomar recursos del sector privado sin una sólida justificación. Se corre el riesgo de crear otro programa de fertilizantes, pero esta vez amparado en una novedosa concepción de la justicia social: la necesidad de redistribuir recursos hacia arriba.
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