Un par de siglos después, Hugo Chávez se enfrenta a un desafío natural, ahora más íntimo: una enfermedad agresiva impone un reto formidable a su proyecto político. Pelea a brazo partido con la muerte que amenaza la continuidad de una esperanza política que trasciende el sentir venezolano, para expresar el anhelo de millones de personas en el mundo entero. La decisión de luchar contra las fuerzas de la naturaleza da testimonio de la ardiente vocación de dignidad que anima al líder que encabeza un proyecto de transformación genuina. Su voluntad férrea, como la de Bolívar, no puede vencer a los designios de una naturaleza ajena a los avatares humanos; sí puede, en cambio, transfigurarse en un gesto de decisión de derribar los muros de ignominia erigidos por los poderes políticos y económicos que quieren reducir al ser humano a pura ocasión de ganancia.
Frente a la constatación de una voluntad que empieza individual y se hace colectiva, no hacen mella los enfoques menos nobles. Mario Vargas Llosa, en un artículo publicado en El País, exhorta a no dejarse impresionar por las muchedumbres llorosas que desfilan ante el cuerpo de Hugo Chávez. Algo que no extraña porque la derecha rabiosa latinoamericana —a la que dicho escribidor ha decido servir—, ha mantenido sus prerrogativas gracias, en parte, al expediente de no dejarse conmover por las lágrimas de dolor o de hambre de sus pueblos. Vargas Llosa vincula el fenómeno chavista a ese “miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida”.
La ceguera ideológica de Vargas Llosa —cuya calidad como pensador político va en razón inversa a sus logros narrativos—, no le permite ver que Chávez logró pergeñar un proyecto alternativo de dignidad, en un tiempo en que el ideal de la libertad ha sido secuestrado por poderes que quieren hacernos creer que la autonomía consiste en subordinarse a los sortilegios formales de un sistema global de mercado huérfano de legitimidad moral.
Desde esta perspectiva, es claro que las manifestaciones de dolor frente a Chávez no equivalen a un ímpetu irracional de deificación. Estamos más que conscientes de los errores del proyecto chavista; si ahora Chávez se convierte en un mito es porque en su acción se localizan claves para conjurar a esos poderes ignominiosas que nos llevan al abismo. Después de milenios de reflexión política estamos enterados de que todo proyecto emancipador encuentra fallos debido a la falta de visión de esos que acompañan el respectivo periplo sin compartir las intenciones. Pero la conciencia de los fallos no equivale a renunciar a esa vocación antropológica reiterada por Paulo Freire: la vocación humana de realizar su dignidad.
Reconocer que muchas cosas son mejorables en un proyecto como el chavista no significa una afinidad con la derecha indigna que ha atacado históricamente las conquistas del pueblo latinoamericano. La conciencia de que la acción política puede ser reflexiva, la percatación de que la praxis política es posible y corregible, se distancia de los fines inconfesables perseguidos por esos poderes fácticos que enloquecen ante la posibilidad del latrocinio inmediato. “Todos somos Chávez” es un lema a través del cual muchos expresan su inquebrantable voluntad de no dejarse dominar por los poderes cosificantes de la globalización neoliberal.
Con la muerte de Chávez se profundiza nuestra conciencia de que se deben crear proyectos que incluyan a las mayorías olvidadas; mapas de ejercicio político con una vinculación internacionalista que conllevan la conciencia del desplazamiento de los sitios de soberanía hacia las corporaciones transnacionales. Dichos proyectos, sin embargo, siempre acuden a una verdad simple enunciada por el veterano leveller inglés Richard Rumbold en 1685: nadie viene a este mundo con una silla de montar atada a su espalda para que cabalguen sobre ellos otros que ya vienen con botas y espuelas.
Líderes como Chávez terminan venciendo la estela de olvido de la muerte, porque en ellos se condensa la convicción de que es posible conjurar los mutables poderes irracionales que crean el sufrimiento evitable en el mundo. Miguel Ángel Asturias estaría claro que Hugo Chávez se inscribe dentro del grupo de figuras que como Bolívar “no mueren, cierran los ojos y se quedan velando”.
Por todo lo anterior, las reflexiones críticas sobre la acción de Chávez deberían servir para afilar los perfiles de todo proyecto que trate de llevar a cabo su mayor legado: una genuina praxis orientada a dignificar a las grandes mayorías olvidadas. Si eso es populismo, entonces es una obligación moral serlo. Y es que ya es hora de pensar en la democracia en los términos de María Zambrano: como sistema en el no sólo se puede, sino que es obligación ser una persona.
¡Hasta siempre, Hugo Chávez!
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