El furor golpista no duró unos meses. Lleva 20 años de estar desbocado. Comenzó en agosto de 1998 con aquel diálogo político multipartidario que solo sirvió de distracción para que no viéramos el verdadero diálogo exclusivo, que sumó 30 sesiones, entre la very important people del sandinismo orteguista y el liberalismo alemanista. Ese primer episodio del golpe tuvo como objetivo repartir el Estado entre dos partidos: dos para mí, tres para vos; cuatro para mí, tres para vos… Así se distribuyeron magistraturas, juzgados, juntas directivas y decenas de cargos. Al Estado, que debía ser plural e imparcial, se le asestó un golpe para partirlo en dos y reducirlo a una serie de trincheras sectarias. Esa repartición aseguró el gobierno de los peores porque cada capo colocó en los puestos rapiñados a sus fieles más incondicionales, y no a las mujeres y a los hombres más probos y capaces.
Cuando el sandinismo puso las manos en el Estado en 2007, se dedicó con tesón a una labor de privatización de la cosa pública. Los colorines de las páginas web y el papel membretado fueron solo un síntoma de que los caprichos de la primera dama, después vicepresidenta, iban a misa. Debajo de los colorines estaba la obediencia ciega y la rotación de funcionarios que no supieron captar dónde y cuándo debían deslizar las adulaciones, la palabra precisa y la sonrisa perfecta. El emplazamiento de sus hijos en sensibles —a menudo ad hoc y encubiertos— puestos públicos continuó el golpe de Estado y aniquiló la diversidad de rostros y pareceres. El Consejo Supremo Electoral se encargó de afianzar el golpismo mediante elecciones con resultados a la carta: 63 % en 2011 y 72 % en 2016, que les aseguraron a los sandinistas un dominio total de la Asamblea Nacional. La Constitución se convirtió en un texto flotante: interpretable a capricho, modificable y finalmente ignorable, sobre todo desde la represión de abril, que suspendió todos los derechos y garantías constitucionales.
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La ley que concedió los derechos para la construcción de un canal interoceánico al empresario Wang Jing solo fue posible en un Estado donde lo público y lo privado se redefinían a criterio de los gobernantes. Tanto el canal como los préstamos de Chávez/Maduro siguieron la lógica más capitalista —privatizar los beneficios y socializar las deudas—, pero fueron proyectos ejecutados por un remedo de Estado, ayuno de un balance de poderes.
Al calor de la represión se hizo patente lo que ya muchos sabíamos: la Policía Nacional era netamente una policía orteguista. Y lo mismo cabe decir del Ejército, aunque su participación en el golpe de Estado haya sido más sigilosa. Cuando creímos que no podíamos caer más bajo y que al golpe de Estado ya no se le podía añadir más rotundidad, tocamos fondo con las bandas de sicarios que se constituyeron como ejército paralelo, formado fuera del Estado.
El poder judicial terminó completamente privatizado, convertido en una franquicia donde todas las sucursales son administradas por militantes de la pandilla sandinista. Los juicios a los detenidos políticos fueron una versión crudelísima del teatro del absurdo y sirvieron para que Ortega terminara de barrer su casa: los jueces que rehusaron escenificar las farsas fueron removidos de sus cargos. A fin de que el golpe de Estado llegara a las esquinas más recónditas del país, fueron despedidos incluso los directores de escuelas públicas que no obligaron a sus alumnos a participar en actos de apoyo al comandante.
Los estrategas del sandinismo podrían escribir el tratado más completo sobre teoría y práctica del golpe de Estado. A los miembros de la cúpula sandinista el golpismo los une. Y también la sangre. Son los dos factores de cohesión tribal: el desmantelamiento del Estado y los asesinatos.
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