En el caso de los jóvenes, hay algunas condiciones sociales que configuran su experiencia en un momento como el que vivimos. Las personas que nacieron a partir de la década de los 90 comparten una experiencia inédita en relación con la de generaciones previas. Han crecido en un país que ya no se encuentra en una situación de conflicto, sin el uso de la violencia política de forma sistemática y extensa como recurso del poder. Esto no quiere decir que no hayan conocido otros tipos de violencia, como la delincuencial, que, pese al descenso sostenido a partir de 2010, mantiene índices más altos que la media mundial.
Son la primera generación que ha vivido toda su vida en democracia. Se puede decir cualquier cosa de la democracia en que vivimos, pero esta también representa un cambio político respecto a generaciones previas. Las nuevas no han conocido gobiernos militares que coarten las libertades civiles y políticas de forma sistemática. Esto no implica que no se hayan enfrentado a medidas autoritarias como las aplicadas durante el período de la ministra Cynthia del Águila o a situaciones perversas como la captura de la AEU durante un período de 17 años (y hay que aplaudir la recuperación de este espacio y sus apariciones públicas en las protestas, incluso en noviembre de 2020).
Han crecido a la sombra de las medidas de ajuste estructural que se empezaron a aplicar en la década de los 80 del siglo pasado. Esto ha vuelto al Estado más pequeño y poco eficiente en muchos aspectos. Por ejemplo, la educación que recibieron los jóvenes en los institutos públicos era de mejor calidad. La situación del empleo tampoco es buena. Ni el Estado ni las empresas (¿no será que somos un país nini?) logran generar empleos suficientes y decentes para cubrir la demanda de trabajo, por lo que los jóvenes han abrazado el emprendimiento como una ideología que al menos les permite soñar que existen canales de ascenso social.
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Si las generaciones anteriores fuimos hijas de la radio o de la televisión, las actuales lo son del teléfono y de las redes sociales. Buena parte de su vida cotidiana transcurre pegada a la pantalla y pendiente de las redes (como también nos ocurre a otras generaciones, aunque vale decir que nosotros también conocimos otras actividades).
Finalmente, aunque reducida en el tiempo, la experiencia de la pandemia les ha afectado. La educación sigue siendo una de las actividades que enfrenta mayores restricciones. Las niñas, los niños y los adolescentes tienen la educación como principal actividad (no todos, por supuesto), por lo que recibirla de forma virtual es una alteración significativa de sus rutinas y se puede plantear que la calidad educativa se ha visto afectada.
Es posible suponer que, en el caso de la pandemia, sin espacios públicos físicos en los cuales reunirse, conversar y socializar, así como con el celular o la computadora a la mano, los jóvenes se han refugiado en las redes sociales. En año y medio de esta crisis sanitaria, las reuniones se han reducido y los contactos formales e informales que se tenían en el estudio han disminuido drásticamente, lo que afecta las posibilidades de crear vínculos más estrechos y permanentes o de establecer nuevas amistades La virtualidad ha sido una alternativa a las condiciones de la pandemia, pero esto no significa que no tenga un precio. Se pueden incluir aspectos positivos y negativos en esta experiencia, pero indudablemente ha modificado la situación previa a 2020.
Desde mi ignorancia, sinceramente me pregunto dónde están los jóvenes, qué están haciendo y cómo les ha afectado esta experiencia.
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