Esta amiga, con quien casi todo el tiempo hablo de noticias, resoluciones, recusaciones y demás ramificaciones judiciales, me contó que leyó los cuentos completos de Borges, de Faulkner, que ya no le gustaron los libros de Murakami. Ella y yo charlamos de Marguerite Yourcenar y de los autores que se nos iban ocurriendo y cuyos libros aprovechamos a leer en el descanso de la Semana Santa.
De repente yo catalogué la locura coyuntural en la que vivimos como una avalancha. Ella me interrumpió para recordarme a Flaubert y su frase «le mot juste» (la palabra adecuada en el momento preciso). Se refería a la evocadora idea de avalancha con la cual yo pretendía hacer notar lo que se vive en esta época en la que una noticia opaca a la siguiente, que al ratito se olvidará también.
Ofrecí escribir sobre esa conversación, pues me parece que la tarea de quienes estamos en este mundillo judicial (abogados, fiscales, jueces, periodistas o activistas) conlleva también sobrevivir a su dinámica, que se torna en una cuestión sofocante. Es como que todos esos expedientes cayeran encima a diario. Hay momentos en los que parece que uno se extravía (sin saber si se sube o se baja) en la siempre ajetreada Torre de Tribunales.
Sobrevivir implica entonces mantener la salud mental, así como la inspiración. En nuestro caso, supone compartir poemas y textos, darle el tiempo del caso a la literatura y enfocarnos en la forma de adjetivar, por ejemplo, o en las correcciones que podrían hacérsele a un cuento sobre un ciego que de repente ve y se enfrenta al espejo. Es relajarse de la tensión cotidiana, donde, lo sabemos muy bien, hay una pugna entre el avance y el retroceso. Y obviamente este año será, en alguna medida, definitivo. Digo «en alguna medida» porque, igual, la vida continuará samsáricamente, indescifrablemente.
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Otro amigo atascado en estos avatares me cuenta que su forma de liberación es correr por todos lados a todas horas. Publica fotos en mil lugares del Facebook y dice que sin ese ejercicio ya se habría matado hace tiempos. Esta especie de arte (o de desdicha) de estar vinculado a cuestiones políticas requiere la confección de una disciplina que rompa con la coyuntura, que deshaga la realidad estertórea en la cual nos mantenemos con el cuello curvo viendo nuestros celulares.
Alguien más, un columnista, me contaba que él veía necesidades parecidas. Que la supervivencia con cierta sanidad mental pasa por explorar intimidades que conecten con uno mismo y con la gente que por alguna razón nos escucha. Es la forma de sacar la cabeza en el océano de porquería que es en buena parte nuestro paisaje, aunque una élite quiera negarlo con tal de mantener sus privilegios ilegítimos.
Esta forma de cambiar nuestra propia narrativa se convierte entonces en una responsabilidad ante nosotros como un mecanismo de autocuidado y, además, como un intento de colgarle un elástico al discurso al adentrarnos en las cuevas de diferentes ambientes, de darle otras dimensiones a la planicie de la vida política. Porque, más allá de todo lo positivo o negativo que nos pueda llegar este año y los que vienen, vamos a seguir existiendo. Y lo más seguro es que sea en esta tierra, donde hay mugre y miseria, pero también perlas que merecen ser encontradas.
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