En primer lugar, hay que afirmar sin ambages que tenemos derechos inalienables frente al fisco. Tenemos derecho en primer lugar a que acabe la impunidad rampante en relación a los delitos contra el erario público. Debe ponerse un alto al robo descarado de fondos gubernamentales, los cuales son apropiados por funcionarios públicos y empresarios privados como si se tratara de una piñata donde todo mundo se lleva a la casa lo que logra recoger del suelo. Esto se da en instituciones del gobierno central como en las de los gobiernos locales, pero particularmente siempre que intermedian obras públicas o jugosos contratos de servicios.
Pero el robo de fondos no es el único delito contra el erario público. Por el lado de los ingresos, la evasión y la elusión generan no solo una realidad de cobro inequitativo de impuestos (pagan más los honestos que los sinvergüenzas), sino además erosionan el financiamiento para programas y servicios públicos. Y con un descaro impresionante, los evasores y los elusores se justifican en su ilegalidad al decir que “para qué pagar si de todos modos se van a robar el dinero”. Es decir, violemos las leyes para evitar que otros también las violen. Una afirmación que no supera el más simple análisis lógico.
Adicionalmente, tenemos derecho a que las autoridades públicas (me incluyo en este último grupo) nos entreguen cuentas sobre el uso de fondos. No basta con que el dinero público no sea robado. Adicionalmente existe la responsabilidad de que ese dinero se utilice de una manera efectiva y eficiente en favor de resultados concretos que transformen la vida de las personas y las comunidades, ofreciéndoles oportunidades para tener mayor prosperidad y oportunidades para vivir más libres y seguras. Es decir, las autoridades gubernamentales tenemos la obligación de rendir cuentas a la ciudadanía sobre el uso de fondos públicos para reducir la pobreza y consecuentemente ampliar la clase media, y para lograr comunidades menos violentas y más respetuosas de los derechos humanos.
Sagrados e innegociables como lo son los derechos mencionados, ellos no nos deben llevar a negar nuestras responsabilidades frente al fisco. Y no cabe duda que la responsabilidad más importante es tan clara como a veces dolorosa: pagar impuestos. Pagarlos y exigir que todos paguen, guardando obviamente el cuidado de cobrarles a las personas de acuerdo a su capacidad de pago (nivel de ingresos y riqueza). Pero de que todos tenemos que contribuir, todos debemos hacerlo. Sin excusas ni artimañas.
Lamentablemente unos pocos han convencido a una gran mayoría que la solución para los problemas del erario público no está en ejercer la ciudadanía fiscal, con los derechos y las responsabilidades que conlleva, sino en negar dicha ciudadanía. Es decir, que nuestros problemas fiscales se resuelven si la gente no paga impuestos y por el contrario demanda mejores resultados de un Estado desfinanciado. El Estado desnutrido supuestamente debe rendir como si fuera un Estado del primer mundo, cosa que a todas luces es absolutamente imposible. No se le puede pedir a un Estado con financiamiento del Tercer Mundo, responder a la altura de los Estados mejor financiados del Planeta.
La negación de la ciudadanía fiscal contribuye, en gran medida, a que la educación y la salud sean de baja calidad y muy limitada cobertura; a que el Estado de derecho sea una ficción respaldada únicamente por normas jurídicas; y a que el ejercicio de soberanía y control del territorio, una función básica para cualquier Estado, sea todavía materia pendiente en nuestro país
No escuchemos, por lo tanto, los cantos de sirena que nos invitan a no ejercer la ciudadanía fiscal. Por el contrario, levantemos la bandera de más derechos y más responsabilidades. Quizás entonces podamos empezar a palpar concretamente el Estado democrático que tanto deseamos y merecemos.
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