El centinela hace ver al labriego que es probable que el paso le sea franqueado con posterioridad; pero para hacerle notar la dificultad de la empresa le advierte que en las otras puertas se encuentras guardianes más fuertes y temibles todavía. El hombre se sienta en un taburete a esperar el momento de la entrada, hasta que, en sus últimos momentos, ya rodeado por la oscuridad de la muerte, acierta a ver el resplandor de la justicia al fondo del pasillo. Al momento de expirar pregunta al custodio por qué nadie, además de él, ha querido pasar por dicha puerta. El vigilante responde al moribundo que esa puerta estaba reservada para él y que se cerrará en el momento de su muerte.
Al margen de las diferentes interpretaciones de esta historia —algunas de ellas avanzadas por el mismo Kafka en El Proceso, uno de los lugares en los que aparece esta narración—, puede decirse que ésta se presta casi automáticamente a una lectura en la cual los centinelas se identifican con los funcionarios en cuyas manos está la administración del derecho, que en la edad moderna, ha venido paulatinamente a reducirse a la ley. Esto es especialmente notorio en las concepciones jurídicas que asumen que la ley se agota en formulaciones codificadas que gozan de plenitud normativa. En visiones como ésta, el proceso de administración de justicia puede desplegar una vocación de demora infinita, especialmente cuando los que buscan remedio a sus injusticias son los más vulnerables. No es casual que el personaje de la historia de Kafka sea un campesino, la figura humana que, no obstante su papel en la vinculación de la sociedad con los ciclos de la tierra, constituye la manifestación del atraso para una civilización que despliega un talento notable para olvidarse de sus orígenes.
Si el derecho es una práctica social que apela a la realización de la justicia, entonces su distorsión supone estructuras sociales que niegan los valores que lo justifican; esto se ve con particular claridad en aquellas colectividades acostumbradas a descargar todo el peso de la injusticia sobre los hombros de los más débiles y necesitados. Los poderosos se acostumbran a vivir en un sistema que, a la par de justificar sus privilegios, les brinda la posibilidad de seguir gozando de inmerecidos privilegios; el servilismo garantiza una disponibilidad inmediata de sicarios, déspotas, caporales y otras figuras de la ignominia que les ahorran los trabajos más molestos y sangrientos. El ejercicio del poder más profundo, en especial cuando es heredado históricamente, es un escudo contra las injusticias que pululan dentro del sistema social.
Pero como ya lo ha notado Judith Shklar, no tener idea de lo que es ser tratado injustamente equivale a carecer de conocimiento y de vida moral. Por esta razón es casi irracional hacer caso a las soluciones que grupos como la oligarquía proponen para restañar heridas sociales que apenas reconocen; es imposible, por ejemplo, tratar de subsanar nuestras carencias colectivas con el llamado vacío a ideales desprovistos de sustancia como un Estado de derecho que trata de servir de marco a un libre mercado que ha olvidado la dignidad humana. En sistemas sociales injustos, el derecho tiende a reducirse a la forma; las prácticas jurídicas corren el peligro de convertirse en aliadas de la impunidad y el agravio. Esto lo adivinan, aunque quizás no lo vean en estos términos, aquellos que se han dedicado a atrancar las puertas por las que esperan pasar las víctimas de las barbaridades de nuestra historia reciente.
Por esta razón, es necesario que nuestra sociedad vaya ganando conciencia de aquellas posiciones teóricas que denuncian la manera en la que las reglas del derecho ayudan a eludir la realización de los valores en los que éste debería estar basado. En este contexto, gana relevancia la categoría de “ilícitos atípicos” que Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero han configurado para capturar el fenómeno en el cual las formas y reglas del derecho desplazan a los principios. Los principios —enunciados fundamentales que recogen valores últimos— generan reglas; las reglas, conversamente, se justifican en función a los principios y los valores. Se da un ilícito atípico cuando las reglas se distorsionan de manera tal que desmienten los principios que les dan sentido. Estos autores enfatizan que tal concepto debería estar presente en el arsenal analítico de los jueces en un Estado constitucional de derecho; esta exhortación es aún más atingente cuando nos referimos a los jueces encargados de la justicia constitucional.
Creo que las reflexiones anteriores apuntan hacia algunos rasgos negativos del actual proceso que se lleva a cabo contra José Efraín Ríos Montt; en especial es condenable ese desdén contra las víctimas que alimenta las tácticas dilatorias que quieren desanimar a los que buscan justicia. Frente a la tarea de defender un texto cuyo corazón es un conjunto integrado de valores, los miembros de la Corte de Constitucionalidad deben estar pendientes de las múltiples estrategias que, como cada día es más evidente, se pueden utilizar para distorsionar un proceso dotado de significación profunda para los miembros más vulnerables de nuestra sociedad. La garantía del debido proceso en el juicio contra Ríos Montt debe subordinarse a ese sentido de justicia que está a salvo de cualquier tipo de desfiguración malévola.
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