La casa puede estar mejor decorada, el colegio de los niños no puede ser público, el coche es mi principal herramienta de trabajo, una ipod es indispensable para que mi empresa mejore, tengo que comprar una nueva propiedad, invertir o generar más ingresos. Siempre más y más y más.
El pobre nunca es lo suficientemente pobre, por poco que tenga uno, siempre hay sitio para un nuevo hijo. Antes los niños venían con un pan debajo del brazo, pero ahora vienen solo con una boca más que alimentar. Por poco que uno tenga, continúo, siempre se puede endeudar o hipotecar por mucho más. Por eso, el pobre puede ser más pobre de lo que en principio supondría esperarse. Nadie está conforme con lo que tiene y todos quieren más de lo mismo.
De ahí que la ambición sea algo que se ve bien en nuestras sociedades. “Sea ambicioso y cumpla sus sueños”, parecen repetir de forma ininterrumpida los anuncios de televisión. Como esos de las tarjetas de crédito que me dejan sorprendido. Una joven dice que su sueño es un pastel de chocolate, mientras que la otra dice que es un viaje a las islas Fiyi. Todo gracias, según relata el anuncio, a que la segunda posee una tarjeta de crédito. Como si las tarjetas de crédito no hubiera que pagarlas religiosamente, digo yo.
El lema de la ambición invade el pensamiento del ciudadano común. Si no eres ambicioso no vas a lograr nada en la vida. El prudente, el que no arriesga, se queda siempre como está, no crece. Un mensaje que al final atraviesa la sociedad y se arraiga en las mentes, desde las más cautas, hasta las más ingenuas. El joven del barrio marginal quiere conseguir lo más posible, en el menor tiempo posible. No quiero esperar a estudiar, muerto de hambre, dice. Prefiero emigrar y vender droga o, lo que es peor, robar y matar.
Lo entiendo. Les hemos enseñado que todo hay que tenerlo rápido y sin esfuerzo y ellos aplican lo aprendido a la perfección. La ambición se convierte en una de esas herramientas del destino que empujan al consumo sin sentido. Más restaurantes, más tiendas, más ocio, más gastos, sin parar, sin preocupaciones. Una carrera incontrolada hacia el lujo inalcanzable de la sociedad primermundista. Viajes, casas, carros y muchas más cosas que el espíritu del consumo nos pone enfrente de nuestra cara, al alcance de la mano, o mejor dicho al alcance de la tarjeta.
La prudencia en el gasto, base fundamental para el ahorro, queda relegado a una cosa del pasado. Antiguo suena, porque es una de las máximas de la moral desde los tiempos de Aristóteles, para el que la templanza era uno de los bienes más preciados del ser humano. Hoy, a Aristóteles se le achacaría de estar contra el sistema y de promover la crisis económica, por su falta de apoyo al consumo. Aunque no cabe duda de que la templanza, y no la ambición, debería ser el valor moral que la sociedad difunda. Una templanza para prevenir males mayores, para no ser infelices por no tener nunca suficiente. Que nos permita acomodarnos a nuestra realidad y ver que siempre podríamos estar peor.
Para saber cuánto se tiene solo hay que saber mirar a nuestro vecino necesitado. Al humilde, al que no tuvo de todo al nacer. Ni una buena cama, ni una buena salud. Al que no cuenta con la mayor de las inteligencias, al que carece de vista, al que no es alto, ni delgado. Saber mirar en el prostíbulo, al que limpia nuestra basura. Estar atento al que come siempre muy poquito, al que no tiene para el café de la mañana, al que llega siempre en autobús, al que viste con lo puesto. Ese que sin pedirnos nada, nos devuelve con una sonrisa todas nuestras ambiciones e inseguridades.
Dejemos de ser tan ridículamente ambiciosos. Empecemos a quitarnos caprichos de estúpido niño rico. Vivamos nuestra realidad, ahorremos y mejorémosla para los que vienen detrás de nosotros. Sobre todo, difundamos el valor de la templanza, para la grandeza del espíritu y la nobleza del alma.
Más de este autor