En virtud de este formidable apoyo, que ya nos indica lo que la febril mente de Reagan entendía por democracia, no es difícil imaginar el desenfado con que el histriónico General, sangriento vocero de las moralinas fundamentalistas, se aprestaba a organizar la red de acciones y omisiones y silencios que 30 años después lo iba a llevar a sentarse en el banquillo de los acusados.
Para entender el ambiente social en que los hechos ahora juzgados tuvieron lugar se debe tomar en cuenta que el General se movía en un espacio configurado por la red de poderes que se beneficiaban del apartheid guatemalteco. Esta red, ya con nuevos actores, sigue viva a juzgar por el notable consenso con que la derecha ha promovido la defensa de Ríos Montt. Ante la renovada presencia de tales apoyos, que trascienden argumentos jurídicos para descalificar el mismo anhelo de justicia de las víctimas, es necesario identificar las tareas pendientes que requiere establecer un futuro de justicia en nuestro país.
Este apoyo de los sectores conservadores denota que la raíz de nuestros episodios sangrientos no puede desvincularse de la mentalidad conservadora que, a decir de Corey Robin —The Reactionary Mind, Oxford University Press, 2011 (libro del cual extraigo la anécdota con que se inicia este artículo)— se basa en la experiencia de poseer el poder, verlo amenazado y luchar para recuperarlo. Según este autor, el conservadurismo es la expresión teórica de la animadversión que los grupos dominantes sienten hacia las clases subordinadas que cuestionan el orden establecido. Según Robin, esta actitud negativa posee un nivel de explosividad vinculado al hecho de que el cuestionamiento de orden vigente afecta las relaciones más íntimas del poder—si no véase la forma en que los sectores conservadores se oponen a movimientos como el feminismo. Se puede pensar que la violencia con que se defenderá un sistema injusto estará en proporción directa a la injusticia que genera tal sistema.
Ahora bien, es indudable que nuestra cultura de los derechos humanos adolece de cegueras conceptuales que no le permiten identificar esas redes que generan—muchas veces en directa complicidad— los genocidios y crímenes contra la humanidad que no han desaparecido del mundo globalizado. En efecto, el derecho internacional se ve limitado por una cultura de los derechos humanos que, al concentrarse en los crímenes más atroces, se enfoca en la responsabilidad directa de los perpetradores de los hechos de sangre, sin cuestionar las inmensas estructuras de complicidad que han hecho posible estos sucesos. El pensador político Robert Meister, en un estudio acerca de la justicia transicional—After Evil: A Politics of Human Rights, Columbia University Press, 2011— nota que un Discurso de los Derechos Humanos (cuyo carácter hegemónico es subrayado por el uso de mayúsculas) ha olvidado la realización de bienes sociales como la igualdad substantiva para concentrarse tan sólo en condenar aquellas atrocidades que exigen manos sangrientas.
De esta manera, quienes perpetraron atrocidades pueden ser llevados a un tribunal; quienes se beneficiaron, muchas veces promoviendo tales crímenes, pueden hablar a favor de los derechos humanos, mientras siguen gozando de las prebendas. Como en este caso, incluso se atreven a pedir conciliación, aun cuando no estén dispuestos a ceder un ápice en sus indignantes prerrogativas. Cerrar las heridas no tiene sentido en este escenario, a menos que nos rehusemos a enfrentar el mal subyacente. No se puede lograr la paz en un ambiente social que se erige sobre la violación cotidiana de la dignidad humana.
En este orden de cosas, no se debe ignorar que del mismo modo en que se configuró la mentalidad genocida, se siguen gestando las agendas represivas de los que sacrifican a los seres humanos más vulnerables a sus objetivos perversos. El actual conflicto provocado por los intereses mineros es un claro ejemplo de lo que digo. Así como se configuró la intencionalidad genocida para lograr un objetivo militar, ahora se atenta contra la vida de las comunidades para lograr el enriquecimiento desaforado de corporaciones transnacionales de las cuales nuestras oligarquías son socios menores con una vocación histórica por la violencia más absurda.
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