Siempre quise escribir. Es inevitable, no puedo contener esa avalancha de palabras que me inundan en la traducción constante que hago del mundo a las palabras.
Como oficio, exige rigor; demanda hallar nuevas formas usando los mismos materiales utilizados por otros durante siglos. Darle un nuevo sentido a las palabras, ordenarlas a modo que generen una voz propia, y eso solo se logra teniendo una conciencia clara de las cosas, de los otros, de la naturaleza de las interacciones y de sí mismo.
Escribir es exponer esas formas a un juez despiadado –el lector-, esperar que lo habite con su lectura, que le agregue faltantes, que imagine los nuevos bordes o límites. Que asuma la obra y la integre a su cuerpo.
Una obra que trasciende es aquella que se incorpora al imaginario del lector, como una puerta que se abrió y que es imposible atravesar de vuelta. Que se integra a su vida, como una experiencia.
Escribir literatura es punzar, es picar los muros. Si la obra no desacomoda, es porque se disuelve en lo ya dicho. Pasará entonces con los libros que no dicen nada, lo mismo que con el paisaje conocido: se olvidarán todos sus detalles porque ya se consumió la imagen, se gastó, parecerá sobrante.
Ese vínculo entre lector-escritor es una construcción continua, dinámica. Es un diálogo que no se cierra nunca y que más allá de obedecer a las leyes de oferta y demanda, se debe a las ideas de ambos.
Y esa relación tiene un intermediario indispensable: las editoriales. Su labor es facilitar la interacción entre quien escribe y quien lee, más que como un agente determinante, como un sistema que amplifica el discurso entre ambos, que lo potencia, concretiza la relación en el objeto libro.
Las Ferias del Libro debiesen ser un evento que celebre tal reunión, visto en dos vías: como un evento cultural, donde múltiples voces se reúnen para dialogar; y, como un sitio donde el negocio de la literatura tiene una fiesta.
A pesar de tratarse de un evento grande jamás será masivo: la literatura es siempre propiedad de una minoría, los lectores son un grupo minúsculo, casi una fraternidad que circula con secretividad, sobre todo en un país con niveles deficientes de lectura y poca vocación por la abstracción.
Este no es un país que considere a la promoción de la cultura como una inversión. El sistema premia la obediencia y un lector es un desobediente porque duda, en los libros busca preguntas y no respuestas, cree que aún hay cosas por decir, por eso se aproxima a un nuevo libro una y otra vez.
La FILGUA es importante, porque es un espacio aislado, extremadamente solitario, en el que la palabra escrita tiene un sitio donde se le celebre, invitando desde la fiesta al acto íntimo de leer, de aventurarse a la duda.
Como negocio, una feria es un evento oneroso. Su financiamiento sale de las editoriales que pagan por el espacio que ocupan y del patrocinio. Ahí habrá que dejar clara la relación entre patrocinante y la feria. Un patrocino no es más que un mecenazgo. Un soporte financiero al arte.
El arte debe ser dirigido por el artista y será el lector quien lo valore, en el caso de la literatura. Y esa relación no se trata de un favor de quien tiene el capital a quien lo necesita. Es más bien un negocio frío y duro. Se trata, seguramente, de un descuento de impuestos. O bien, de utilizar la figura del arte, su “estado de gracia” para usarlo como parte de la imagen de quien patrocina. Aunque claro, si yo patrocino FILGUA, la literatura no soy yo, porque de serlo, la identidad se construiría con la propiedad, lo cual es una cosa absurda.
Este año la Gremial de Editores decidió dedicar la feria a la mujer para “hacer visibles los escritos de las mujeres, tanto en la historia como en la actualidad, así como lo que tienen que decir en todos los espacios: ciencia, economía, política, religión y salud”. Enhorabuena. Sin embargo, desde su página web y redes sociales la dedicatoria parece más bien un engaño.
Hasta el momento en que escribo este artículo, FILGUA ha dicho honrar a siete mujeres ejemplares. Es decir, modelos que debiesen seguir las otras mujeres. Entre ellas hay tan solo dos que se describen como escritoras: Vivian Marroquín y Ligia García & García. Mientras una se dedica al Best Seller, la otra dice dedicarse a la Poesía.
Como lector, como parte de una generación de escritores, me parece que dichos ejemplos son una ilustración de cómo el arte ha sido desvalorizado, vaciado de sentido y trocado por el consumo. Escribir literatura es incomodar, es ofrecer preguntas sin respuestas, es indagar y la FILGUA propone como ejemplo de escritoras a quienes producen obras que se consumen y se olvidan. En uno de los casos, se justificará con el consumo masivo, en el otro, con la reducción de la poesía a los aforismos de lo cursi, de lo evidente, a lo ya dicho de mejor manera.
La Feria es un espacio para que se presenten todas las propuestas editoriales. Me parece que cada quien puede escribir lo que le dé la gana y aún más, editar lo que le parezca conveniente. Lo celebro. De algo tiene que sobrevivir el negocio editorial y no será de las obras magnas, experimentales. Pero que se proponga como modelo de escritoras a estas dos mujeres es un atentado en contra del arte, desde el arte mismo.
Es meterse en la cama con el arte para degollarlo en la madrugada. Un intento de normalización de quien desobedece, que surge de las entrañas dictatoriales de este país, invocando al arte como órgano de producción de placer, un orgasmo, así de breve; para que su destino final sea el olvido. El arte así, deja de ser un registro y se convierte en un estimulante como un show.
Ninguna de las siete mujeres que han señalado como ejemplo son indígenas, así que la feria es una reproducción del discurso del poder, muy pocas plantean una posición distinta a la impuesta por el poder. ¿Es eso lo que buscamos en los libros? ¿Una reafirmación de la identidad ladina obediente y servil?
Supongo que la Gremial de Editores valoró las magníficas opiniones de ambas sobre la literatura nacional, cultura e identidad, especialmente las de Marroquín cuando en una entrevista a Marta Sandoval de El Periódico dijo “es que en el colegio solo el Popol Vuh dejan, que ni se entiende” o hablando sobre la pos guerra literaria, en entrevista con Lester Oliveros declaró: “¿Post-guerra de Guatemala? ......hay muchos libros de esos, yo no soy partidaria de ningún bando, ambos tenían sus razones y yo creo que seguimos en guerra perenne.”
La organización del evento de literatura más grande del país tiene que cumplir su función: ser un espacio de preguntas, no de respuestas. De intercambio de ideas, no de reducciones simplistas. Suficientes ejemplos hay de escritoras que hoy están produciendo obras enormes; que tienen obra expuesta en FILGUA, a las que en esta payasada solo se les da el silencio.
Que como espacio de ideas desobedezca y si habla de inclusión, tal como lo hacen en su discurso, incluyan las voces que punzan la opresión hacia un plano de igualdad. Y que si va a hablar de literatura, que lleve a quien la escribe, no a quien la caricaturiza.
Más de este autor