Sus selfis revientan las entrañas de sesudos analistas, pero son aplaudidos por las masas. Sus discursos internacionales sin garra conceptual se vuelven virales en las redes sociales. Su tuiteo de los memorándums presidenciales quizá trivialice la política y la administración gubernamental, pero crea la máxima ilusión de transparencia porque lo muestra en una vitrina virtual. Su apuesta por la militarización es alarmante, pero con ella no hace más que continuar la línea de sus predecesores, solo que con más espectáculo y ovaciones.
Un préstamo de 109 millones de dólares al Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) para la tercera fase de un programa de control territorial fue la aparente manzana de la discordia. Los diputados que debían aprobarlo o rechazarlo no se han dignado a emitir un juicio. Bukele, que quiso odio más que indiferencia, les ordenó sesionar en domingo invocando un artículo de la Constitución. Los diputados de la Arena y del FMLN, los dos partidos que controlan la Asamblea Legislativa, no acataron la orden. Bukele se presentó en el Parlamento el domingo a las 3 p. m., precedido de un contingente de militares. Fuera del edificio lanzó todo tipo de diatribas contra los congresistas y después, en el interior, diciendo «está claro quién tiene el control aquí», ocupó la curul principal para orar entre sollozos que buscaban ser ostensibles y declarar que Dios le había pedido paciencia. ¿Por qué no se la habrá recomendado desde el sábado, antes de militarizar la asamblea?, reflexionó un analista.
Bukele volteó el cubilete confiando en que tiene los dados cargados. Los militares no podían negarle su apoyo por la cuenta que les tiene: el préstamo es para fortalecerlos financiera y simbólicamente. El autonombrado «presidente más cool del mundo» jugó con la confianza de quien está en su pico de popularidad, que coincide con el desprestigio abismal de los parlamentarios. Pero su acción produjo un repudio unánime de las principales fuerzas políticas, oenegés, académicos, organizaciones de base y embajadas. En Washington, donde diseñan para América Latina Estados a su imagen y semejanza, eso de que la Asamblea Legislativa se pueble de fusiles no lo podrán digerir.
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La pregunta es si el show de Bukele fue un exabrupto desquiciado. El show no les salió completamente mal. Pero ahora tenemos a Bukele contra los diputados, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, aunque con el pueblo y con Dios. El sistema salvadoreño parece estar inclinándose hacia una oclocracia, una de las formas de degeneración de la democracia que los pensadores griegos más temían. Literalmente significa poder de la turba. Según Polibio, que acuñó el término, se le reconoce cuando la democracia se tiñe de ilegalidad y violencia perpetradas con el respaldo de una masa que no puede constituir pueblo porque carece de sus facultades deliberativas. Bukele se atiene a ese poder de la muchedumbre, porque cuenta con su aprobación medida en las encuestas de opinión, pero a la que no rinde cuentas de los detalles del préstamo ni de las implicaciones de una militarización más profunda. En ese terreno se siente cómodo, y no en el del juego político, donde tiene que vérselas con un Parlamento donde tiene todas las de perder porque su partido Nuevas Ideas nació a la vida legal después de las últimas elecciones de legisladores. Bukele llegó al poder usando como vehículo el partido Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), que apenas tiene 11 diputados. Como es el presidente con menos diputados del istmo, reclama ser el más cool entre la muchedumbre, pero ignora que la simpatía pública es uno de los activos más volátiles sobre la Tierra.
Ese pacto entre la Arena y el FMLN para garantizarse amnistía por los crímenes de guerra es una veta de gran riqueza que Bukele puede seguir explotando. Pero Bukele puede dar muchos tropezones sobre el escenario que descompongan su personaje. Militarizar la sede del Órgano Legislativo es mala señal. Seguir apoyándose en los militares puede producir fracturas en la oclocracia sobre la que Bukele asume que todo le será perdonado y aplaudido. «El pasado es otro país. Allí se hacen las cosas de otra manera», dice una frase de L. P. Hartley muy cara a los historiadores. Ojo: muy triste sería que el futuro resultara ser el mismo país, donde las cosas se hacen como antes, con las bayonetas por delante.
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