Ahí, en el margen, las historias de asesinatos, abusos sexuales, tiroteos y peleas domésticas son el único “pan de cada día” pues al otro, sólo se le ve de vez en cuando. La promiscuidad circula por los callejones, corretea libre entre covachas y ríos de aguas negras, devorando cuerpos frágiles y arrebatando inocencias. La privacidad no es para los postergados, viven en un espacio extremadamente público, sin reglas urbanísticas, sin cuidado al medio ambiente, salud ni servicios. Pero, al parecer no importa, al fin y al cabo, nada se espera de ellos. Nada bueno puede provenir del marginado, al contrario, hay que temerle, cercarlo, mantenerlo en sus territorios segregados, no dejarlo salir al mundo exterior. El Estado −disfrazado de policía−, acordona, levanta murallas para proteger a los de afuera, mientras degrada aun más a los de adentro.
El único cambio que han visto en sus vidas es el de los precios; el de ausencia del ser querido asesinado o mutilado en un asalto callejero; el provocado el día aquel en que fueron abusados sexualmente; o el experimentado tras la obligada mudanza cuando su covacha se convirtió en bodega de narcos. Pero en su nombre hablan políticos y se enriquecen las grandes burocracias internacionales que ni les dieron el pescado ni les enseñaron a pescar porque ellos, eran la carnada.
Por la tele una mano dura y alzada exige el cumplimiento de unos deberes que no están claros, que no entienden, ¿Cómo podrían? si no son parte del juego ¿Es que alguien alguna vez les ha tirado pelota? Se ganan la existencia por debajo del mínimo, sin permisos, ocupando espacios públicos, contaminando, ensuciando o entregados a las actividades ilícitas. Los quetzales ganados tienen que alcanzar para pagar la extorsión y el pasaje del bus destartalado hasta dos o tres veces más caro. ¨Cobramos el riesgo¨ dice el ayudante, y claro, éste suele multiplicarse por el número de muertos en ruta durante la semana. Mientras transitan apretujados, piensan en cuál será el mejor lugar para esconder el jornal o el celular y se aglomeran en las puertas para saltar en caso de emergencia.
Muchos han querido ir a escuela nocturna pero atreverse sería apostar la vida, repetir la experiencia de Juan, quien en su fallido intento por superarse dejó en la orfandad a tres niñas cuando fue sorprendido por los bandidos que, además de los zapatos, le arrebataron la vida. Duras son las renuncias que motiva el temor, muchas las oportunidades perdidas por su causa.
Pero, ¿quién habla de los costos de la violencia para el pobre? ¿a quién interesan?
Interesan eso sí los costos que alejan la inversión, que venden fantasías de empleabilidad y mejores salarios. Importan los costos que dificultan la competitividad empresarial e impactan el crecimiento económico de algunos. “La violencia le cuesta a cada guatemalteco Q3,640”, indica un titular de prensa. Pródigos en las pérdidas y miserables con las ganancias. Al parecer, la violencia importa sólo cuando afecta el negocio.
Si los grandes empresarios continúan buscando soluciones al margen de la odisea de los desapercibidos, el resultado será empeorar la situación. La violencia importa en sí misma y debería importarnos porque afecta el desarrollo y la realización de todo ser humano y de las sociedades de las cuales forma parte. No puede explicarse ni atenderse desde la mirada fría de la economía aceptada. Es preciso sensibilizarse ante el drama que abriga la violación continuada de una niña por su padre, el abandono de recién nacidos en la vía pública, los cuerpos famélicos de mujeres que amamantan, las miradas sombrías de los jóvenes sin esperanza y el paisaje insalubre tan propio del margen.
Aún estamos muy lejos de comprender todas las aristas de los costos de la violencia. Si estos estudios se abordaran con auténtica responsabilidad empresarial mucha de esta situación se hubiese evitado. A nada conduce la repartición de pérdidas y el acaparamiento voraz de las ganancias, excepto a más de lo mismo.
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