Ahora bien, es imposible pensar que un conflicto que derramó tanta sangre inocente, especialmente indígena, no deje manchadas las manos de los que colaboraron en tal empresa sucia. Defenderse de una amenaza a sus bienes e intereses no justifica asociarse para crear, con toda la precisión y el involucramiento necesarios, un plan tan cruel y macabro. Es de lamentar que el actual entusiasmo por el imperio del derecho no se haya adoptado hace unas décadas. ¿O simplemente no convenía?
En este contexto, Rodríguez Pellecer subraya que el rechazo del sector empresarial al juicio por genocidio contra Ríos Montt se vincula más bien al temor de que algunos de sus miembros se viesen enfrentando acusaciones similares en caso de prosperar el proceso. Este temor no es gratuito: ya pensadores como Larry May han empezado a articular con mayor precisión el concepto de complicidad en el crimen de genocidio, precisamente a partir de la colaboración directa en los hechos relevantes y del conocimiento de la naturaleza de las acciones.
Al margen de tales preocupaciones, es ingenuo asomarse a la historia de Guatemala y no reconocer la vocación histórica de violencia de las diferentes formas históricas de la oligarquía guatemalteca: la sangrienta conquista, la colonia encomendera y sus múltiples sucedáneos, así como las perversiones del liberalismo cafetalero del siglo XIX, abundan en episodios cuya ignominia fue agravada por la violencia más inaudita. Y, dado el desempeño reciente de esta élite, resulta aún más candoroso pensar que esta vocación se hubiese extinguido en virtud de la más simple capacidad de aprendizaje histórico. Estas élites han sabido siempre que el poder equivale a impunidad. Esta vocación histórica de violenta impunidad quizás sea solo superada por la reiteración histórica de actuar con la más evidente estupidez.
La resistencia a aprender de la historia puede ilustrarse con los esfuerzos actuales por hacer avanzar la agenda de explotación irracional de nuestros recursos naturales. Este proceso, de hecho, los desplaza como dueños del país. Pero lo que importa es subirse al inviable tren de la globalización, aunque sea como simples sirvientes de empresas transnacionales. Al final de cuentas, se responde a una abyecta tradición de subordinación hacia los centros mundiales de poder económico.
En este contexto, la tendencia oligárquica a la violencia adopta nuevas formas. Para la secta empresarial (más que sector empresarial), esta vocación supone crear un sentido de miedo en aquellos que osan cuestionar agendas extractivas que a estas alturas de la historia son francamente asesinas. Todos recordamos el rostro demudado por el odio de Alberto Rotondo, jefe de seguridad de la mina San Rafael. Estamos indignados por la muerte de dos niños a manos de un empleado de la hidroeléctrica Santa Rita que buscaba a un activista que se oponía al funcionamiento de dicha empresa. No es ni siquiera necesario que estos individuos reciban órdenes explícitas. Es claro que siempre habrá lacayos que se presten a adelantarse a la voluntad del amo cuando esta ya ha sido manifestada.
A esta andanada de actitudes violentas se ha sumado un gobierno autoritario que acude a la mano dura contra los sectores que, expresando sus perspectivas legítimas, se oponen a las agencias extractivas. Un derecho penal del enemigo se ha diseminado en la sociedad no solo a través de las acciones gubernamentales, sino también a través del sospechoso impacto mediático de grupúsculos poderosos que han reciclado las actitudes violentas de los días más aciagos de los gobiernos militares recientes.
La élite empresarial sabe que el frágil consenso creado hace un par de décadas se derrumba. El decorado ideológico neoliberal que todavía se exhibe en los espacios de opinión de los periódicos oligárquicos se derrumba. Sin imaginación, las élites empresariales se sienten empujadas a retornar a las taras centenarias heredadas de sus ancestros o antecesores.
Nos debemos unir para confrontar la agresividad de estos grupos. La Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH) ha dado un paso laudable en este sentido al condenar a la Fundación contra el Terrorismo, cuyo fundador —vaya orgullo— ha dicho que se siente honrado con tal condena. En todo caso, los movimientos sociales deben luchar por convencer a más miembros de nuestra sociedad de que un futuro prometedor es posible. Claro, esto demanda esfuerzos sostenidos que ya no se limitan a bloquear carreteras o repetir consignas sin contenido. Como sociedad debemos buscar las estrategias para que el deseo de confrontación de la actual élite empresarial se derrumbe bajo el peso de su propia irracionalidad.
Pensar que un futuro es posible asume que es factible crear una clase empresarial capaz de innovar y producir. Una clase empresarial que opte por las ideas y la creatividad, y no por la explotación violenta de la sociedad que los alberga. Un sector empresarial que sabe que la justicia y el diálogo genuino son capaces de generar las condiciones más favorables para desarrollar las auténticas vocaciones emprendedoras.
Más de este autor