María de la Cruz congregó multitudes y testificó que la Virgen María se le había presentado y le había encomendado una misión, liberar a su gente de la opresión colonial española, para lo cual se erigieron sitios de adoración por toda la zona. Por su parte, don Sebastián de la Gloria relató haber ascendido a los cielos y haber recibido de san Pedro la función de vicario de Cristo, autoridad con la cual ordenó sacerdotes indígenas, administró sacramentos y articuló ese espacio hegemonizado con un momento luminoso para esa zona de habla zotzil, zeltal y chol. Ambas personas eran parte de una rebelión cuyas cabezas tenían claro que, para recuperar su territorio ancestral, primero debían tener el control de otro territorio, la religión.
Era agosto de 1712 y, como resultado de la salvaje exacción colonial, estallaba otro levantamiento de indios en la Alcaldía Mayor de Chiapas. Los motines eran un fenómeno regular, pero «aquel movimiento fue el más violento, el de más duración —desde su inicio hasta la total pacificación transcurrieron cinco meses— y el único que tuvo las características de una verdadera sublevación o rebelión de indios en el período colonial centroamericano» (Martínez Peláez, 2011).
La rebelión de los zendales es un ejemplo fascinante de cómo la religión puede constituirse en un territorio en disputa, de vital importancia para ejercer dominación. Severo Martínez, quien estudió este episodio a partir del Archivo General de Centroamérica, nos ofrece este dato interesantísimo: «La ermita de Cancuc se convirtió rápidamente en cerebro y corazón de la rebelión. La joven india María de la Cruz siguió haciendo su papel de mensajera de la Virgen, y todas las decisiones importantes fueron presentadas como brotadas de su boca. Habían sido discutidas y tomadas, lo sabemos, por un grupo deliberante de varones que también tenía su sede en la ermita […] También concurrían a ese lugar los jefes de la lucha armada» (Martínez Peláez, 2011).
En ese orden de ideas, no debería sorprender que Napoleón haya sido tan pragmático respecto a la religión. Y no sorprende tampoco que el orteguismo promueva una Nicaragua cristiana, socialista y solidaria, que, dicho sea de paso, resulta irresistible para grandes empresas guatemaltecas que aprovechan el orden, el acceso a otros mercados y, por supuesto, los apetecidos bajos salarios en ese hermoso país.
Sin caer en generalizaciones, es interesante entonces como al menos parte del socialismo del siglo XXI incorporó en su discurso la religión y la milicia como pilares de su poder político y social. Y de manera contrastante, el neoliberalismo más salvaje también encontró en la religión adecuada un discurso de obediencia para la gente más pobre y de feliz prosperidad para quienes poseen medios de producción. Esto, por supuesto, hablando de manera estructural, pues los oportunismos sobran en todo el espectro ideológico. Y en Guatemala hemos visto desfilar a la fauna más despreciable en púlpitos católicos y en servicios evangélicos. De manera que esa proclividad de la política chapina a la solemnidad y a la hipocresía puede que nos dure todavía muchos años.
Pese a lo anterior, la sociedad puede liberarse de esas formas de manipulación a través de un Estado laico, en el cual se garanticen todas las confesiones y creencias y donde cualquier figura de autoridad marque distancia entre su cargo y la fe que pueda profesar en privado.
Émile Durkheim (2001) señaló hace un siglo que las religiones son un reflejo de la sociedad. Max Weber encontró, asimismo, relaciones interesantes entre la ética protestante y lo que él llamó el espíritu del capitalismo (2003). Ellos, como otras personas, dieron cuenta de la poderosa influencia de las religiones en el ámbito psicológico individual, así como en el organizacional y el social, pero no debemos perder de vista que también la economía y la sociedad van generando condiciones materiales y formas de religiosidad que les resultan coherentes y, por qué no decirlo, útiles.
Personalmente me encantaría que el debate político en Guatemala dejara fuera la religión y sus instituciones inevitables, las Iglesias. Habría más respeto por los sistemas de creencias de las personas y menos hipocresía. Pero cabe esperar que el pragmatismo de Napoleón Bonaparte o de Daniel Ortega siga presente en los próximos años seduciendo masas y beneficiando a élites. Ya en Guatemala tenemos una larga lista de ejemplos, en los cuales son mayoría los candidatos y las candidatas de derechas. Sin embargo, debemos ser optimistas y pensar que en un futuro no muy lejano podamos elegir gobiernos poniendo atención a capacidades de estadista, a programas de trabajo y a discursos que no oculten la ideología. Tal vez entonces la religión deje de ser un territorio en disputa.
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Referencias principales:
- Durkheim, É. (2001). Las formas elementales de la vida religiosa. México, D. F.: Colofón, S. A.
- Martínez Peláez, S. (2011). Motines de indios. La violencia colonial en Centroamérica y Chiapas. Segunda edición. Guatemala: F&G Editores.
- Weber, M. (2003). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. México.
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