El filósofo vitalista afirma el carácter espurio de tal dominio. El dinero, “el único poder social que al ser reconocido nos asquea”, usurpa el espacio que le corresponde a otros factores. Y es que según Ortega, “el dinero no manda más que cuando no hay otro principio que mande”.
No es ocioso, por lo tanto, imaginarse la sorpresa que se llevaría Ortega si acertase a revivir en esta época en la que el dinero ya no se agota en el poder de adquirir lo que exhiben los escaparates, sino que se convierte en índice cínico de superioridad individual. El poder organizado del dinero, naturalizado en el sentido común a través de la píldora mítica del “libre mercado”, corrompe de maneras insospechadas las estructuras más profundas del mundo. ¿Cómo puede ser de otro modo si —como nos lo recuerdan Vincenç Navarro y Juan Torres López— 51 corporaciones financieras se encuentran entre las 100 economías más grandes del mundo ? El poder financiero se ha convertido en el amo virtual del mundo: la nueva esclavitud es una deuda que se ha ido articulando a partir del crecimiento de un tejido canceroso de chantajes, extorsiones y engaños cuyo éxito depende, en gran medida, del control de los medios de comunicación.
Pero un sistema con tal nivel de degradación no subsiste en el vacío; la sociedad de la extorsión y la estafa precisa de un contingente, siempre renovable, de hombres y mujeres dispuestos a realizar los actos más envilecedores para “triunfar” en este sistema. En este contexto ruin, surge un tipo humano que el filósofo norteamericano Aaron James ha tratado de dilucidar en su libro, Assholes: A Theory (Doubleday, 2012). James estudia al asshole —término intraducible que apenas es capturado en español por expresiones como “gilipollas”, “boludo”, “pendejo”— que se distingue por desplegar en sus relaciones interpersonales una nula consideración hacia el otro, asumiendo un sentido de superioridad cínica que no se ofusca ante las quejas del prójimo. Ya el mismo intento de teorizar a este tipo de persona captura la experiencia común de encontrarnos a merced de tantas personas que atropellan al otro en los diversos contextos de la vida cotidiana.
La figura del ambicioso desconsiderado no sólo se ejemplifica con el ejecutivo de Goldman Sachs, sino también aparece la procesión de personas con las que interactuamos en la vida diaria. Entre ellas, se encuentra el burócrata que vive ideando nuevas maneras de hacer imposible los trámites; o el enfermero que trata con indiferencia a los que acuden angustiados a la emergencia de un hospital —legión en la cual, tal vez, se encuentra otro burócrata, que ya retirado, se pregunta cómo es posible tanta indiferencia hacia el sufrimiento. Las instituciones terminan siendo habitadas por corruptos decididos a llenar con billetes la irremediable vaciedad de su individualidad. Nos asusta el nivel de extorsión que paraliza la vida de nuestro país, pero debería angustiarnos no menos el nivel de delincuencia enquistado en nuestras instituciones, en nuestras clases políticas y empresariales, y en grupos de poder que se oponen a cualquier medida que signifique un poco de justicia para nuestra sociedad.
En virtud de la profundidad de la crisis en que vivimos, pensar en el futuro supone algo más que contemplar las posibilidades abiertas para las próximas elecciones, más aún cuando en nuestro país las cartas electorales se presentan cada vez más sombrías. Frente a la tarea de finalizar el despojo, el próximo titular formal del poder necesita menos escrúpulos y “operadores” políticos más viles.
Esta misión no puede llevarse a feliz término si no ensayamos nuevas respuestas a las interrogantes de la vida, posibilidades que no pueden ser proveídas por discursos epidérmicos de cuño motivacional o movimientos cuasi religiosos que quiere sacralizar al éxito fácil. De lo que se trata es de socavar el poder de las corporaciones a las cuales nuestros gobernantes y “élites” económicas —que no expresan la más mínima fidelidad a nuestra sociedad— sirven con un entusiasmo que sólo puede medirse en abyección bien pagada. En nuestro país, esto conlleva oponerse con decisión a esos proyectos que quieren convertir a Guatemala en un muladar en el que la vida no sea posible. Dicha tarea exige, ante todo, la decisión de que como ciudadanos no contribuyamos, en modo alguno, a hacer funcionar los engranajes del reino de la ignominia. Como electores tenemos que valorar nuestros genuinos intereses; como seres conscientes tenemos que aprender a resistir.
Una lucha inmensa, pues, se avizora en el futuro. Las tareas pendientes requieren una ciudadanía valiente, capaz de cuestionar los contextos de engaño y estafa que pretenden distorsionar nuestra vida como seres dotados de autonomía. Todos aquellos movimientos y acciones que respeten al otro, que lo escuchen, dan un paso en la dirección correcta. Pero nada puede sustituir la necesidad de que, desde nuestras perspectivas concretas, cuestionemos el alienante individualismo que se nos impone como forma de vida. Una civilización de solidaridad es necesaria y ésta sólo puede empezar aquí y ahora.
Más de este autor