El escéptico puede pensar que la conciencia religiosa del filósofo, dulce pero engañosa, envolvía a éste en un profundo pero ilusorio consuelo; otros, quizá más ingenuos, no podemos dejar de pensar que una voz similar a la que había guiado a Sócrates en los momentos postreros de su vida, sellaba de manera positiva la jornada vital del sabio jesuita. A contrario sensu, una voz semejante, ahora convertida en implacable aguijón, hacía gemir al agonizante Pedro de Alvarado, de quien, sin embargo, uno podría pensar que temía más a un ilusorio castigo eterno que al intrínseco balance moral arrojado por sus fechorías.
En estos tiempos de crisis cada vez más apremiantes, cabe preguntarse si la implacable timidez de la voz de la conciencia ha sido acallada por el fragor de un mundo desbordado por la realización del más inmediato interés propio. Una arquitectura social perversa vocifera su vocación por la autonomía individual, mientras fomenta un egoísmo desenfrenado en el que el prójimo se difumina en los reportes de utilidades. La conciencia, que como sabía Emanuel Levinas es un cuestionamiento responsable de la propia libertad, se ha ido deslizando de los espacios públicos para agazaparse en un ámbito privado desde el cual no puede desplegar su capacidad crítica. Liberada de su referencia consubstancial a la responsabilidad, la libertad se convierte, para decirlo en las palabras de Theodor W. Adorno “en el derecho del más fuerte y más rico a quitarle al más débil y al más pobre lo poco que aún tiene”.
Bajo esta óptica, los recientes escándalos de corrupción que han sacudido la conciencia ciudadana guatemalteca no se reducen a pestilentes manifestaciones de un sistema político en crisis; tal espectáculo de degradación plantea el recordatorio urgente de que las estructuras sociales en las que realizamos nuestras vidas están podridas de manera irreversible. Situada en un sistema global en el que las conquistas materiales han trocado la sordera moral en epidemia, una sociedad radicalmente injusta como la nuestra —modelo de desigualdad en el continente de la desigualdad— sólo puede reaccionar con la continua producción de tragicomedias cada vez más degradantes.
Vivir en este estado de cosas supone ver comprometida la integridad de la conciencia —no la de las moralinas, manifestación vociferante de la mala conciencia que suele reducir lo malo al sexo— porque la propia acción se convierte en un cojinete de la maquinaria social que devora la dignidad del ser humano. La fallecida feminista Iris Marion Young nos invitaba a pensar la responsabilidad colectiva bajo la premisa de que participamos en estructuras que no cuestionamos de manera suficiente. Este sistema social enfermo nos configura como seres con una racionalidad cercenada que expresamos en una infelicidad profunda que no puede ser suprimida por los fármacos más avanzados. Frente al oprobio de nuestro mundo social, muchos actúan con paciencia y resignación; otros, no tan pocos, se decantan por un abyecto servilismo y oportunismo a la espera de “mejores” oportunidades.
En este contexto, el poder, que no puede circunscribirse al ámbito estatal, ha configurado un tejido social cavernoso en el que el dominio político se llega a entender como oportunidad de actuar con la más abyecta impunidad. De hecho, el poder político tiende a convertirse en una cima escarpada a la que sólo pueden ascender aquellos provistos con las ventosas adecuadas para poder arrastrarse, con viscosa eficiencia, al pináculo de la ignominia; el usufructo del poder estatal, con muy contadas excepciones, se troca en oportunidad irrepetible para la trampa, la mordida y la movida. Desde la llanura, los herederos históricos de la deshonra y los aspirantes a legitimar su mal habida riqueza, manejan los hilos que mueven a los personajes trágicos de dramas que cambian en sincronía con los procesos eleccionarios.
Bajo esta perspectiva se comprende lo que dice Frei Betto en su libro La mosca azul: el poder no cambia a las personas sino sólo las desenmascara. La ubicuidad de la corrupción política es la cara visible de estructuras sociales malignas, que como lo sabía Ignacio Ellacuría, puede llegar a envilecer a la gente que vive en ellas. Sabemos que la voz de la conciencia de los corruptos se ve acallada por el ruido de los helicópteros que compran y el polvoroso galope de los caballos que coleccionan. Pero lo triste es que tales caballos y helicópteros son señales de reconocimiento que muchos, demasiados, contemplan con la más abyecta envidia.
Para lograr la transformación profunda de nuestra sociedad debemos lograr que la conciencia —cuya voz a decir de Catherine Chalier en uno de nuestros últimos recursos contra la barbarie— vuelva por sus fueros. Esto demanda una acción política que sólo puede generarse a partir de movimientos sociales críticos e imaginativos.
Pero mientras tales movimientos se generan, es necesario comprender que no podemos consolarnos con los tardíos gestos de arrepentimiento de aquellos que han perdido, aunque sea de manera temporal, la capacidad de poder conversar de manera honesta consigo mismos. Es un consuelo falso recordarse de Pedro de Alvarado y conformarse en imaginar la triste fisonomía que se presentará a los corruptos cuandoquiera hagan un balance honesto de sus vidas. El cambio social asume como condición indispensable tomar en serio las protestas de la conciencia y esto supone una ciudadanía valiente que se atreve a cuestionar, desde lo más profundo de su ser, la mutilación moral que supone vivir en una sociedad que quiere olvidar la dignidad humana.
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