En ambos casos, las entidades religiosas colegiadas asumen, como lectura del momento político, que aquéllos son movimientos “justos” y que su feligresía se ve envuelto en dicha realidad que le es dañina (creo).
Para los apologistas de lo popular y lo revolucionario, dichas posturas muestran la creciente elevación de la conciencia política desde la fe, y no dudan por un minuto en afirmar que “éste es el papel que deben tener”, lo que responde a una memoria muy selectiva sobre la institucionalidad de estas organizaciones.
En estos dos casos, el pronunciamiento surge de una jerarquía que no responde a consensos entre su feligresía, sino más bien de la interpretación del mensaje divino, y he allí el primer problema: dicha capacidad de interpretación se basa en la experticia de los iluminados o bien en los intereses, políticos o económicos, que desde luego tienen las instituciones religiosas y que luego cubren con discursos.
Fuera de la discusión, sobre lo válido o no de la propuesta de ley de Desarrollo Rural o los cambios a la carrera magisterial, tanto campesinos como normalistas (o sus ideólogos) parten del supuesto que entre más sectores sumen sus reivindicaciones se convierten en temas de país. Aun cuando en la práctica siga siendo sectorial, mal haríamos con creer que tanto la Conferencia como el Consejo son la referencia más significativa del sistema de creencias y creyentes que sostienen representar. Sobre todo en el caso de los segundos, cuya pretensión institucional es grande, en tanto sigan abundando la conformación de leyes y reglamentos que aboguen por el reconocimiento de la diversidad cultural y luego, como por arte de magia, que exista “un ente representativo de la cultura y el pretendido autogobierno que desean”.
No cabe la menor duda que el tema de la separación entre la espiritualidad, la práctica religiosa y el quehacer político ha sido superado, en tanto que ahora nadie cuestiona –desde la visión laica del Estado, la intromisión de ambas instituciones. Es más, la izquierda poco espiritual y poseedora del discurso políticamente correcto, los alaba. Y no han dudado a elevar a las prácticas religiosas indígenas como discurso de resistencia, a pesar contradictorio en sí mismo, y caer en la trampa de la ecuación: indígena = Maya = cosmovisión, o como hace regularmente el catolicismo institucional: indígena = campesino = pobre = explotado o excluido.
Las jerarquías no quieren dejar pasar el momento, su contraparte en estas manifestaciones de “conciencia social” no se encuentran en los despachos ministeriales, es más, tampoco están en los gobernantes elegidos, sino en el avance agresivo de otras espiritualidades que cuestionan a una institución neocolonial y otra que no logra convencer que su definición primaria no resulta ser pagana desde la percepción cristiana.
Entre jerarquías y feligresía hay un mundo de diferencia, ciertamente no hay cuerpo religioso en el mundo que no tenga sabios o personas versadas en temas de fe y práctica litúrgica, pero de eso a la pretensión política de poder hay otro tramo por andar. La jerarquía católica es poderosa y la jerarquía maya pretende serlo, ¿estarán conscientes de ellos campesinos y normalistas? Mucho del creciente interés político reside en la necesidad casi patológica de reconocimiento social, nacional e internacional y ciertamente lograron el titular de prensa. Ciertamente son tiempos muy interesantes los que pasan por la calle.
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