Chalo Hernández deberá sentirse orgulloso. Yo debo ser el niño que sufrió los peores resultados por haber visto su programa. En fin. Este año decidí dejar el bosque a un lado. Tengo tantas cosas en que pensar y que hacer, que preferí quedarme, imaginando que quizá con toda la calma de una ciudad vacía podría hacerlo libremente en mi departamento o caminando por ahí. Pensé mal, por supuesto.
El primer día lo dediqué al ocio por completo, el segundo salí a desayunar a Tecpán y terminé almorzando luego en Xela y de vuelta el mismo día, completando un enorme road trip que me llevó a comer en cuatro departamentos distintos. ¿Acaso esa no es la opulencia? Así que cuando digo habrá que huir al bosque, también pienso huir de mí. También en las bayas, que quién sabe qué sería de nosotros si nos internáramos a cambiar la dieta de frituras por eso.
El viernes, sin embargo, fue otra cosa. Entonces sí que miré la ciudad distinta. De no ser por los enormes supermercados que permanecen abiertos pase lo que pase. Creo que hay un nuevo signo para mesurar la tranquilidad citadina: si Walmart está cerrado es sólo porque algo malo pasó. A lo mejor un meteorito incrustado en el Obelisco. O no sé, creo que eso haría cerrar sólo las tiendas cercanas al sitio.
Recuerdo cuando era Hiper Paiz y abrían las veinticuatro horas cuando se acercaba la navidad. Lo recuerdo porque en una de esas, sintiéndome un poco miserable, salí de casa, siendo las dos con quince de la mañana, rumbo al sitio a comprar atún. Pensé que encontraría vacío, pero no: mucha gente feliz comprando. Y todo normal, salvo los ojos del cajero cuando me atendió. Estallados vidrios rojos. Casi soltando una lágrima de sangre mientras pasaba mis tres latas de atún, los limones, los aguacates, las verduras y mi revista Selecciones para aprender chistes donde afilé mis temores sobre los otros.
Pobre. Siento lo mismo por todos los que no tuvieron este descanso. Bastante hay ya con tantísima presión por irse a la playa a untarse bronceadores olor a verano y volver doradito contando que entre tanto caldo de humanidad uno descubrió que el amor es poco más distinto que las canciones que suenan y que el agua del mar sabe a aceite y amoníaco. Pero la cosa está así: hay gente a la que los descansos le suenan a un paraíso al que aún no pueden acceder.
Pero volvamos a mi viernes y dejemos a los veraneantes. Suficiente rubicundez. Decidí salir a mirar procesiones porque hacía muchísimo tiempo que no lo hacía. Digamos que mi interés es mucho más cultural que religioso, porque quien me conozca sabrá que de religioso en mí no hay pero ni el olor a incienso. Tomé un taxi, porque el centro está cerrado en su totalidad. Es un magno evento para la ciudad.
Las nubes de una tormenta estaban ahí, amenazando con humedad mientras me llevaban a mi destino. Y justo cuando estaba a pocas cuadras de donde bajaría, las primeras gotas cayeron sobre el vidrio del auto, formando una especie de telarañas acuíferas sobre él. Una tras otra y cada vez más persistentes.
No duraron mucho. El hombre del taxi hizo funcionar sus parabrisas y todo se convirtió en nada. Llegamos y me eché a andar ya en medio de la tormenta. La gente se apostaba debajo de las marquesinas de los edificios a mano.
Yo seguí. La primera de las tres grandes procesiones la encontré bajo el Arco de Correos, una enorme construcción neoclásica, que con gratitud los más ortodoxos recuerdan a su dictador constructor, don Jorgito Ubico, cuyos parámetros comparativos son Napoleón, Mussolini, Franco y el aceite de coco. Pues resulta que debajo del Arco, la imagen del Dios yacente era cubierta con plástico para que no se deteriorara con la lluvia.
En el tiempo que esperé entendí un poco más lo que nos movía a las decenas de personas que estábamos ahí a guardar una ceremonia tal que casi parecía una liturgia: era la muerte. Eran los funerales de un Dios y todos estábamos en ese momento, llenos de significado, mirando una escultura de un cuerpo lacerado pasearse por la ciudad con música de banda marcial. La muerte explicada por redoblantes e instrumentos de viento.
Todos ahí teníamos fe en la muerte, porque era lo tangible. Como el hombre que fumaba bajo el aguacero y miraba la procesión como si tratara de encontrar en ella el mapa de algo. Un mapa que quizá lo haga entender por qué hay una decena o más de muertos diarios gracias a la violencia. En funerales silentes, claro, y menos suntuosos. Quizá nos guste celebrar esta fecha porque así hacemos las honras fúnebres que no pudimos para los trescientos o más muertos que hay al mes en Guatemala, incluyendo a los niños de las balas perdidas. Horror.
La siguiente procesión la encontré mucho más al Oeste y fue rapidísimo. Dejó de llover y empecé a buscar el último de los cortejos funerarios, caminando hacia el sur. Encontré la procesión justo enfrente del hospital San Juan de Dios. Empezaba a oscurecer. Las luces del hospital se encendieron junto a los focos del alumbrado público. Mirando el edificio pude ver a varios enfermos, o más bien sus siluetas apostarse frente a la ventana y escudriñar por la mejor vista de las honras fúnebres.
No sé si les dio esperanza o consuelo. A mí me pareció un cuadro bastante triste. Las calles húmedas, la gente en silencio. Los niños mirando la escultura barroca, que con detalle reproducía cada símbolo de sangre y violencia sobre el cuerpo. Los enfermos en las ventanas, como aprisionados en su enfermedad, el olor a incienso y la banda a todo, con una marcha fúnebre.
Una bomba. Salí de ahí, entre la gente que abandonaba el sitio. Caminé hacia el norte a buscar de nuevo un taxi. Tomé un callejón un tanto oscuro. Quizá lo más sorprendente del tour lo encontré ahí: una muchedumbre de unos cuarenta tipos vestidos de una legión romana corriendo hacia mí.
Parecía uno de esos sueños donde yo soy un griego y ando por la vida filosofando hasta que el ejército invasor me toma. Parecía un sueño de esos sí, con los cuarenta tipos corriendo en faldas y armaduras contra mí. Me quedé quieto mirándolos pasar, como aferrado a una roca imaginaria en ese río de antiguos. Luego ellos se perdieron en la muchedumbre y no los volví a ver. Supongo que eran parte de alguna fraternidad.
Vaya descanso. Vaya vacaciones. Quizá este éxodo masivo de gente hacia el interior sea porque más que visitar, huimos. Del símbolo de la muerte que ronda. De la rutina de un trabajo que no te deja ni soñar. Es tan sólo que no deja de darme cierta pena, cuando el domingo de pascua, entre las filas enormes de autos, van algunos muy viejos, oxidados, con los salvavidas inflables en el techo, junto a canastos de mimbre que antes iban llenos de enlatados, frutas y sándwiches y ahora van vacíos como banderas, junto con los viajantes que vuelven del exilio, entre ellos, niños mirando por el cristal del auto, cómo la ciudad los recibe, siendo la misma. Y todos llevan cierta cara de pena, como si eso pesara, como si doliera.
Es lunes. Seguramente ya todos estarán en lo mismo de siempre, incluyéndome a mí. Mientras pensamos en lo mucho que nos equivocamos al dejar que la vida nos resultara algo así como una postal, vívida, colorida, que nos envían otros más afortunados, que se vacacionan por ahí, donde la muerte no aparece en las fotos por ningún lado.
(Fotorreportaje de Sandra Sebastián sobre Los que limpian en Semana Santa)
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