Este jueves, el cielo estaba azul como si fuera de fin de año y el sol pegaba pleno sobre las pequeñas nubes dispuestas como un rebaño muy manso. La ciudad parece tan pacífica con esa luz, como si en ella no ocurriera ninguna tragedia. Así la íbamos dejando, transitando libres por los carriles de salida, mientras los de entrada a la ciudad estaban saturados de autos que caminaban lento.
Viendo la fila infinita de vehículos, recordé al hombre que encontré el miércoles por la mañana, mientras salía a caminar antes de ir a la oficina. Era más o menos la misma hora y aprovechaba que recién había llovido. En mi condominio hay muchos árboles, entre ellos cipreses que llenan el sitio con su olor. Lo disfrutaba mucho. En la fila de vehículos que se formó para salir de casa, descubrí al hombre, mirándome fijo a través de la ventana abierta.
Usaba gafas, llevaba la camisa blanca inmaculada anudada con la corbata. Recostó la cabeza contra el apoyador del asiento, como si fuera un cuerpo yaciente. Eso fue lo que me impresionó. Debo haber representado para él algo que no tenía: un poco de holgura, de libertad. Por eso la cara de vencido mientras me miraba caminar lejos del tráfico. Es demasiado temprano para admitir una derrota, ni siquiera has llegado a la oficina para ahogarte en el café, pensé.
No quise llegar a ser nunca ese hombre. Menos ese día, cuando de nuevo la ciudad se fue quedando lejos, con los primeros grandes llanos y cerros. Con el primer cielo cubriendo las cosechas. En la autopista hacia el mar.
Me entretenía escuchando algunos discos en el reproductor, con los cascos puestos. Llevaba una colección de Satié. Siempre me hizo pensar en el mar. En algo muy profundo y delicado, como la espuma desvaneciéndose entre los infinitos granos multicolor de la arena. Funcionaba de maravilla, hacerlo sonar mientras atravesábamos los cultivos de caña y el sol nos tomaba del todo, pleno y radiante.
Atravesamos los primeros pueblos y llegamos a la orilla del canal de Chiquimulilla. Como ha llovido, el caudal estaba ancho y lo suponía hondo. Subimos el vehículo en una barcaza improvisada, al que elegantemente han nombrado ferry.
El tránsito fue lento. Flotábamos en un río de agua achocolatada, que me hizo recordar las descripciones de Mutis en su Maqroll. Ahí ya todo era silencio. El aire era dulce y tibio. Hacía mucho calor. Parecía como si acabásemos de desembarcar en una isla. Quizá en realidad lo sea.
El camino del otro lado, cuando bajamos el auto del ferry, era una línea de concreto que se convirtió en un trazo de polvo y piedras, que atravesaba pantanos en ambos lados de la vía.Parecía como si hubiésemos retrocedido en el tiempo, junto con la distancia.
Nos encontrábamos poca gente en el camino. Quizá alguno en bicicleta. Otros saliendo de las pocas casas que vimos, para mirar cómo pasaba el vehículo, con cierta desconfianza, como si algo malo viniera con el ruido.
Debe ser así. En esa paz de las aguas mansas reposando entre la vegetación, el equilibrio se rompe muy fácil. Ya sólo bastaba con mirar a las garzas levantar el vuelo cuando escuchaban el ruido del auto sobre el camino.
Saqué algunas fotos con el celular. Es difícil dar crédito de estos rincones del país. Esta nación laberinto, llena de reproducciones imposibles. Como este camino, que cualquiera diría está incluido en el boom latinoamericano, con exactitud, digamos, como uno de los caminos hacia una Santa María de Onetti y a mí eso me hace sucumbir de la emoción.
Al llegar a la aldea, nos ubicamos pronto. Encontramos a la persona que buscábamos. La entrevistamos en su casa, un terreno arbolado, con cinco o seis chozas que servían como habitaciones dispersas. La brisa hacía sonar el follaje, que componía la sinfonía bucólica con el cacareo de las gallinas sueltas. La luz apenas alcanzaba a tocar el suelo de tierra desnuda, y aún así todos sudábamos.
El hombre resultó ser muy amable y colaborador. Nos ayudó en todo lo que necesitábamos y luego salió a despedirnos. Era ya un anciano. Nos presentó a su familia: su esposa, una hija y su nieto, un niño muy guapo que andaba por ahí empujando una carreta fabricada con tablas y rondanas a modo de ruedas.
Todos eran de pocas palabras. Pareciera como si se mezclaran con el ambiente, tan abrumadoramente hermoso que regala la humildad del silencio, de la parquedad del discurso y la amplitud en la sonrisa.
Al subir al auto, me saludaron dos hombres a caballo. Al lado había un enorme campo con cosechas. Hacía ya un calor que parecía querer fundirnos con el pantano, así que nos apresuramos a llegar al siguiente punto que visitaríamos: unas oficinas gubernamentales donde tendrían que darnos alguna información.
Llegamos pronto y todo fue un éxito. Eran cerca de las tres de la tarde y podíamos volver a la ciudad. Tomamos el camino de vuelta por entre el polvo y los enormes pantanos, por el ferry y la autopista atravesando astilleros repletos de barcos oxidados con nombres de vecinos. Por entre la caña y los tráileres llevando cargas enormes desde la portuaria, hasta subir por la montaña y mirar los volcanes y los cafetales. Hasta llegar a las intrincadas formas de los condominios, las bodegas, las fábricas y las casas de lámina. Lo abigarrado de la ciudad.
Ahí nos esperaba el tránsito, que fue lento y tedioso hasta llegar de nuevo a la oficina y prepararme para salir. Un día desconectado de todo. Como si fuese posible el viaje interplanetario.
Llegué a casa a eso de las seis. Esa noche, Alfaguara presentaba una antología de narrativa guatemalteca que incluye uno de mis cuentos y fui a la presentación. A encontrar amigos y conversaciones que me alegran. A recordar por qué sigo viviendo en esta ciudad.
La mañana siguiente me puse al día en las noticias. Las protestas estudiantiles y la represión de la policía. Las capturas de los supuestos violadores de la Roosevelt. Jugaba la selección. Y carajo, una foto de Facebook de un tipo encapuchado como verdugo, fabricando una bomba molotov, mientras el comentario al pie de quien la posteó incitaba diciendo que era la hora de rescatar los manuales para hacer explosivos.
Luego en las noticias, me encontré otra foto muy parecida, de otros tipos, supuestamente estudiantes universitarios, preparando más bombas molotov para esparcirlas en la manifestación. Sólo que esta, fuera de estar en el Facebook, era de la agencia EFE, es decir, le había dado la vuelta al mundo.
Es algo que incomoda. Primero porque esta gente, enarbola el discurso de la defensa del pobre y el que ha sufrido trato desigual. El discurso de la gente que busca un mejor país, libre de diferencias y lleno de paz. Pero vaya forma la de buscar la paz: parecemos una jauría de perros que para acabar con la rabia se muerden entre sí.
Volvemos a lo mismo: no se puede justificar la violencia de ningún bando, porque entonces admitiríamos al asesino en la sensatez. Ese discurso de la rabia lo único que hace es polarizar y suficiente tenemos con este océano viscoso de sangre coagulada que nos dejó la guerra, aislados todos, como para seguir llenándolo con más líquido.
A qué voy: es innegable la necesidad de la transformación de nuestra forma de vida, de nuestra incesante negación de los derechos humanos más básicos. Y esa transformación no se da, precisamente porque los que pueden hacerlo con mayor libertad, es decir, la gente que tiene las necesidades básicas satisfechas, no se logra conectar con la gente que vive en la miseria. Y estos símbolos, el de un violento lanzando bombas, tiene parte de la culpa. Porque el día en que sea popular intentar matarnos, ese día podemos apagar todo e irnos.
Y no es una necedad creer en la razón más que en la fuerza. Es la única posibilidad de bajarnos de una vez por todas de este carrusel patético al que nos subimos, donde damos vuelta una y otra vez, rodeando la miseria con la misma música y la misma velocidad, la de la tortura.
No entiendo cómo hemos dejado pasar las lecciones valiosas que nos han dado tan solo este año. Como la Marcha Campesina. Habrá que entender las diferencias y señalarlas: mientras esta gente con acceso a la educación superior se divierte lanzando y preparando bombas, los descalzos caminaron cientos de kilómetros en silencio buscando que se les atienda y esa sí que es una revolución.
Y hacer algo contrario a ello, es también ignorarlos, aunque se sostenga que se lanzan bombas en apoyo a su lucha. Hasta indignante resulta nombrarlos mientras se sostiene un arma, o se vocifera.
Luego se sorprenden que hayan llamado terroristas a los campesinos de la marcha. Vaya que estaban lejos de serlo, eran todo lo contrario. Pero el de las bombas dice representarlos, a su silencio, a su entereza, su serenidad, su determinación, mientras produce un discurso de odio, buscando hacer un país en paz
Está claro que el nuevo frente es contra la insensatez. Esa debe ser nuestra primera gran lucha. Aprender a dejar de tirar la primera o la segunda o la décima piedra y sentarnos a hablar, con la paz de las aguas en los mangles, llenos de vida, con la fluidez de nuestros anchos ríos, hablar, decirlo todo, sin tener que esquivar balas o el fuego embotellado.
Tomar con humildad la lección de nuestros hermanos descalzos y de una vez por todas, volver a ser humanos y no unas bestias rabiosas.
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