Si sobrevivimos al cambio de era del 2012, nuestra especie está abocada a vivir en un planeta de gordos y hambrientos o, como diría un erudito, de obesos y famélicos. Por cierto, cualquiera de los dos nombres subrayados anteriormente son títulos de libros que recomiendo sobre uno de los grandes problemas del siglo actual: la alimentación. A pesar de todos nuestros avances tecnológicos, seguimos teniendo muchos problemas con algo tan básico como la comida. Por exceso y por defecto.
La seguridad alimentaria mundial, el qué vamos a comer, cómo lo vamos a hacer y cómo vamos a producir esos alimentos, será uno de los temas permanentes y crecientes de la agenda política global y nacional. De hecho, el tema ya es fijo en las reuniones e informes del Foro Económico Mundial de Davos y del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. En Guatemala, los “flacos” y las “flacas”, apelativo literario de los desnutridos, han sido tema prioritario de la agenda política y de cooperación desde hace tiempo, aunque no tanto de la agenda económica. Bueno, salvo que los flacos y flacas se dejen la piel produciendo para exportar, sean consumidores de alguna de las 18 millones de bolsitas de tortrix que se venden al año o… estemos en campaña electoral. Sin embargo, los “gordos” y “gordas”, entendiéndose en este caso las personas que tienen sobrepeso y obesidad, no entraban en la lista de prioridades (tal vez por cuestión de espacio…) y permanecían fuera de los programas de desarrollo y seguridad alimentaria, poco valorados también en la agenda de salud y, por supuesto, nada presentes en la agenda política.
Esto tenía cierta lógica, pues en este país “solo” hay un 5.6% de menores con obesidad, lo cual es una cifra baja, y menor que la media de América Latina. Sin embargo, los gordos son cada vez más numerosos, tanto en los sectores menos pudientes como en los más ricos, pues la gordura rompe barreras sociales. Existe una creciente “obesidad de la pobreza”, ya que las personas pobres tienden a gastar sus escasos recursos en alimentos procesados ricos en grasas, azúcar y sal, que son más baratos que los alimentos más saludables y que vienen empaquetados de manera atractiva, son símbolo de estatus y tiene espectaculares campañas de publicidad detrás. También hay una explicación médica para esa obesidad que se desarrolla en adolescentes que estuvieron desnutridos de patojos: los jóvenes tienen unas enzimas super-trabajadoras que metabolizan toda la energía que les llega, enzimas que traen desde el feto al ser concebidos por madres desnutridas. Al poder comer alimentos con grasas y azúcares, se vuelven gordos muy rápidamente.
Tanto si hablamos de la desnutrición crónica como de la creciente obesidad, está comprobado que la malnutrición hipoteca el futuro de los niños y niñas, como seres humanos y como trabajadores, y supone además una enorme carga para el Estado, tanto en pérdida de productividad futura, como en repitencia escolar y utilización de los servicios de salud que deben atender las enfermedades ocasionadas por la desnutrición y la obesidad.
Parece que en Guatemala, a pesar de los cientos de estudios sobre el tema, no acaba de enraizar entre la élite de poder el argumento económico que señala que el hambre nos cuesta mucho dinero, y que sale más barato acabar con ella que seguir con el status quo. Y ahora hay que añadir el coste económico y de vidas humanas del creciente problema de la obesidad. La semana que viene les cuento qué se puede proponer como política pública para que nos forcemos a comer mejor: más sano, más local y con menos desperdicio.
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