En rigor, Severo Martínez documentó los motines de indios como un fenómeno que se extendió hasta la época actual[1]. Su trabajo acucioso en el Archivo General de Centroamérica lo llevó a caracterizar el fenómeno que ocurría de manera regular por causa del régimen colonial, aunque los desencadenantes más importantes de los motines fueron el cobro excesivamente riguroso de los tributos y la dinámica terrible de los repartimientos, donde el trabajo forzado de familias enteras era parte de la cotidianidad. Asimismo, los motines frecuentemente generaron violencia que se materializó contra otros indios que participaban en el aparato de exacción colonial.
El sistema colonial era terrible para los pueblos originarios, que debieron tributar en especie, en dinero y con trabajo forzado. Eso sí, todo era perfectamente legal, incluyendo la versión colonial del debido proceso, en el cual los indios maceguales siempre salían perdiendo. En ese contexto, la resistencia era motivo para la tortura, la muerte o el encierro, que continuaron aplicándose incluso en cárceles privadas en el interior de las fincas bien avanzado el siglo XX. La independencia de España no modificó el modelo. Solo concentró los beneficios en la oligarquía criolla.
Y las condiciones de pobreza y exclusión se agudizaron a partir de 1871, cuando Justo Rufino Barrios hizo una reforma agraria al revés, repartiendo tierras de los pueblos de indios a sus amigos cafetaleros.
El reglamento de jornaleros, que estuvo en vigor desde los primeros años de Barrios hasta los últimos de Ubico (1877-1934), así como la Ley de Vagancia de este último gobernante, fueron instrumentos legales que se aplicaron con el máximo rigor para facilitarles mano de obra forzada a los finqueros, quienes pudieron así retenerla con el pretexto de deudas todo el tiempo que la necesitaran.
Severo Martínez Peláez, 2011
En 1945, durante el gobierno revolucionario, hubo una ruptura y el Congreso de la República suprimió por decreto toda forma de trabajo forzado. La contrarrevolución de 1954 no reconstruyó el viejo sistema, que era absolutamente inviable, pero se mantuvieron la explotación, la concentración del capital, la violencia como recurso hegemónico y la corrupción. Los motines y las protestas continuaron, y la respuesta fue cada vez más violenta, como en Panzós (1978), por citar un ejemplo entre muchos. Luego, la guerra interna llevó la violencia contra los mismos pueblos a dimensiones insospechadas.
En 2016, 20 años después de firmada la paz, las condiciones de exclusión y pobreza persisten, y Guatemala es el único país de América cuyos niveles de pobreza aumentaron en los últimos 10 años, según la Secretaría de Planificación y Programación de la Presidencia (Segeplán).
A partir de lo anterior es posible observar rasgos comunes entre las expresiones contemporáneas de resistencia y los motines de indios que venían ocurriendo con regularidad desde la conquista española. Por supuesto, las condiciones del aparato de acumulación neoliberal son diferentes a las del modelo colonial, pero persisten las estructuras humanas a cargo del control, la vigilancia, la corrupción para hacer negocios y garantizar lealtades, la supervisión directa del trabajo y el uso de la violencia. La diferencia es que en la actualidad ya no hace falta el trabajo forzado. Hoy en día, un ejército de personas desempleadas está disponible para cualquier tarea, incluso en condiciones deplorables.
En ese sentido, el acceso a la justicia sigue siendo diferente para quienes se rebelan y defienden el territorio, toda vez que el sistema jurídico nacional es excluyente, corrupto, monolingüe, y responde a los intereses de los capitales. Si tiene alguna duda, recuerde a los presos políticos actuales, que no son otra cosa que comunitarios amotinados por la defensa del territorio y que han entrado al laberíntico mundo judicial sin las palancas o los recursos para merecer el cacareado debido proceso.
En pocas palabras, los motines de indios no desaparecieron. Ocurren todavía de forma regular y son la expresión de un sistema que es bueno solo para unas pocas personas. Ahora, los motines son una expresión de resistencia y los pueblos originarios se reivindican por diversas vías. Pero están siempre en desventaja.
¿Habrá entonces esperanza para la gente más vulnerable? La coyuntura actual y la persecución de figuras intocables hasta hace poco generan algo de optimismo. Pero estamos lejos de las raíces del problema. Y la protesta social sostenida lo confirma.
[1] Véase el motín de Sansirisay en 1973. Martínez Peláez, S. (2011). Motines de indios. La violencia colonial en Centroamérica y Chiapas. Segunda edición. Guatemala: F&G Editores.
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