Los desastres son eventos sociales que se suelen definir por un impacto significativo en las personas, los bienes, los servicios y el ambiente. En mi caso, después de algunas décadas de trabajar como desastrólogo, prefiero adscribirme a la explicación de Allen Barton que caracteriza el desastre como tensión social y que establece que, para que dicha tensión social se perciba como desastre, debe existir un factor fundamental: la empatía de un grupo humano por lo que les ocurre a otras personas.
Así, en las sociedades modernas funcionales (y también en Guatemala, aunque seamos un narco-Estado neoliberal y religioso), para que se comparta un discurso atinente a un desastre debe haber cierto nivel de tensión social ocasionada por un grupo humano afectado por un evento dañoso y por otro grupo congregado o disgregado que percibe al primero con empatía.
Entonces, la tensión social y la empatía son mejores marcadores para definir un desastre. Y los ejemplos de aplicación abundan: los bebés que mueren de hambre cada año en Guatemala y los que se acuestan sin comer todos los días (algunos millones) no despiertan la empatía de las capas medias y bajas, que prefieren lidiar con sus problemas cotidianos. Tampoco despertaron mucha empatía el ecocidio en el río La Pasión y los incendios forestales provocados por la narcoganadería y los monocultivos, que siguen destruyendo la selva sin que ocurra nada concreto para detenerlos.
Algunos eventos como sismos o tormentas aparecen en los titulares porque entran en la categoría de riesgos intensivos, que se manifiestan de manera atípica y que pueden afectar centros urbanos. El riesgo extensivo, en contraste, ocurre de forma dispersa geográficamente y suele pasar desapercibido. Justo allí entran escenarios como la inseguridad alimentaria (forma elegante para describir el hambre), los accidentes (que en Guatemala ni siquiera tienen un monitoreo mínimo y siguen siendo invisibles) o, la más terrible de las manifestaciones extensivas del riesgo, las violaciones, los embarazos forzados y otras formas de agresión contra las mujeres.
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Piense usted en 100,000 personas gravemente heridas y en otros cientos fallecidos y no dudará en hablar de desastre. Pues en Guatemala, en 2020, hubo al menos 95,000 embarazos de menores, que incluyen al menos 4,520 embarazos de niñas entre 10 y 14 años. Continúan las uniones forzadas, las muertes por abortos clandestinos, la ausencia de educación integral en sexualidad… Y no perdamos de vista que cada embarazo en una menor es solo una fracción del total de violaciones ocurridas, que marcan de forma terrible las vidas de las niñas y de las adolescentes.
Para estas menores de edad no hay empatía ni tensión social. Si acaso, alguna reacción en la que el desenlace es especialmente violento. Pero un embarazo forzado es terrible, como terribles son las violaciones, que debe llevarse a cuestas toda una vida sin expectativas de que las víctimas sean escuchadas.
¿Podemos hacerlo mejor como sociedad? Por supuesto que sí, pero se necesita una mirada integral, estatal y privada, sobre el riesgo; una mirada que deje de responsabilizar a las víctimas y que actúe en atención al bien público sin perder de vista que una comunidad inundada puede motivar una declaración de desastre (calamidad pública). Pero las manifestaciones de la violencia son mucho más terribles y no estamos haciendo lo necesario para cambiar de rumbo.
Un Estado inepto que propone pena de muerte, inaplicable jurídicamente, es un Estado del que no podemos esperar la empatía que menciono arriba o la capacidad para evaluar riesgos sin pedir permiso a sus financistas, es decir, los dueños de la finca neoliberal. Ante ese escenario nos corresponde ser valientes y no dejar que se apaguen el conocimiento, la solidaridad y la empatía.
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