Lo que surge de lo que está estructurado. Lo que le es inherente: la incertidumbre en el bienestar, lo rotundo en la pesadumbre… para las masas. Y lo acostumbrado: lo obtuso, la propensión a la corrupción y la consumación de su dictadura, no solo la de los vueltos, más bien la del pecado original: la captura del Estado. El mecanismo del orden vigente. Los accionistas de este orden estornudan. Los súbditos atentos ladran. Y la esperanza continúa su inútil forcejeo con la muerte moral y también con la física. La que abunda, ahora, en hospitales derruidos o en covachas refundidas en la indiferencia. En este escenario (tan solo una pizca) y a tono con el lacerante curso más probable de los hechos, llegó el turno para don Domingo Choc.
Los acontecimientos se han analizado en algunos espacios y por algunos referentes usuales de opinión de manera frívola e ignorante, pero los estudiosos más conspicuos han puesto adecuadamente las piezas del racismo y del fanatismo religioso en el complejo rompecabezas de esta hiriente realidad nacional que ha escenificado su asesinato. De los múltiples atributos que se le reconocen a don Domingo Choc, me quiero referir al de científico maya. No directamente, porque no lo conocí, sino a través de vivencias con personas que, como él, alimentaron la ciencia desde la sabiduría tradicional y ayudaron de esa manera a superar una visión binaria exclusiva entre la cultura y la naturaleza.
Fue en el primer lustro de los años 90 cuando la bienaventurada necesidad de ir al campo a recoger datos me llevó al ubérrimo y siempre inquietante territorio petenero, mi terruño adoptivo. Ahí me reencontré, en calidad de estudiante, con don Tereso y don Francisco, peteneros con ancestros mayas (omito nombres completos porque carezco de autorización para citarlos). Ya antes había caminado junto al primero de ellos, cuando me desempeñé como técnico en la zona que queda entre los ejes que van de Flores a Uaxactún en dirección norte y a Melchor de Mencos en dirección este. Esta vez trabajé con ellos por separado en dos momentos, en un lapso de nueve meses. Pernoctaba yo en la aldea San Miguel, cerca de Cruce Dos Aguadas, y desde ahí nos movilizábamos en dirección de Carmelita o de Uaxactún y hacia sitios entre estas aldeas.
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Algunos instrumentos de medición, formularios, una libreta de papel impermeable, un par de dosis de suero antiofídico, una cantimplora y una mochila con algo de comida complementaban mi existencia material en esos vastos espacios arbolados, siempre calurosos, a veces lluviosos, con nubes de zancudos. Y, claro, la sabiduría de estos señores, cada uno en su momento, alumbró mis jornadas. El conocimiento de ambos sobre ese exuberante mundo natural y sus relaciones pasadas y presentes con los pueblos fluía espontáneamente y con una modestia en estado puro. Sin embargo, don Tereso era más conocedor de los hábitos de crecimiento y distribución espacial de especies no maderables y de una amplia gama de plantas con propiedades medicinales. Don Francisco, en cambio, era insuperable en la identificación de los árboles. De cientos de estos.
No se pare en las hojas caídas de guano o escobo; son lugares preferidos por la barba amarilla. Siéntese separado del tronco del árbol; la sombra de ese árbol puede provocar alergia, no digamos la savia. No, esa no es una cojolita; su canto es otro; además, no lo hace a esta hora del día. La huella del pecarí es un poco más profunda. Oiga el sonido de las hojas; vienen los coches de monte; hay que subir a un árbol. Si seguimos esta cadena de huellas del cola blanca, tal vez los miremos cuando descansen. No es el árbol que usted cree; mire bien la corteza. Esa planta no crece aquí; hay que ir a terrenos más pedregosos. Este árbol necesita bastante sol para crecer, pero aquel puede crecer bien a la sombra. Mientras puede ir al hospital a vacunarse, le voy a untar de esta savia para mantener secas las heridas (tuve dos llagas en la mano derecha a causa de leishmaniasis o, como le dicen localmente, de mosca chiclera; quince inyecciones debí ponerme para sanar). Advertencias y sentencias como estas eran usuales. Siempre prestos a cuidar, a enseñar, a sugerir, y lo hacían como legítimos guardianes de algunos de los secretos de esa inconmensurable realidad. Sí, sabían bien que los enigmas sobre la materia, sobre los ciclos, sobre los nichos, los patrones, los cambios…, son interminables. Por eso siempre estaban colmados de curiosidad y de un imparable espíritu de observación que era contagioso. Rápido llegué a comprender que la investigación (para mi tesis) y mi vida dependían, en gran medida, de la compañía y la sabiduría de ellos. ¡Cuántas maravillosas historias escuché de la boca de estas personas! Llenas de imbricadas creencias, conocimiento y prácticas individuales y colectivas. Algunas de estas también daban cuenta de sus fallidas faenas por la defensa de espacios otrora llenos de vida, ahora cuasi esterilizados, de tajo, en nombre del desarrollo.
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Unos meses después, fuera ya del itinerario académico, recibí la notica del deceso de don Francisco. Fue mortalmente mordido por una serpiente barba amarilla mientras se disponía a medir el diámetro de un árbol. Murió en el lugar, recorriendo los atrios de la naturaleza, al final implacable. «Hoy nos fue bien. Mañana no sabemos», sentenciaba al final de cada faena.
Dicen que la vida cotidiana puede estorbar la esencia de las cosas. Por eso la profundidad de la selva puede ser un lugar ideal para reconocernos como un espécimen más y poner en perspectiva nuestras condiciones humanas. Pero, con un poco de humildad y empatía por la diversidad, cualquier lugar es bueno para tal reflexión. Sabemos que un cerebro de mayor tamaño y la conciencia le otorgan al ser humano un poder transformador capaz de desafiar límites planetarios y de alterar ciclos vitales configurados en tiempos geológicos que abarcan millones de años. Ante eso, la memoria colectiva brinda la sabiduría para no olvidar el recorrido milenario y el costo del aprendizaje.
Toledo y Barrera-Bassols [1] dicen que la memoria de la especie humana es, por lo menos, triple (genética, lingüística y cognitiva) y se expresa en la variedad o diversidad de genes, lenguas y conocimientos y sabidurías. Y agregan que las dos primeras dimensiones certifican una historia entre la humanidad y la naturaleza y que la tercera ofrece todos los elementos para comprender, evaluar y valorar esa experiencia histórica. En conjunto conforman la memoria colectiva.
Don Domingo Choc, así como don Tereso y don Francisco, alojaron, durante su fecunda vida, parte de la memoria cultural de la humanidad y lograron mantener habilitados los puentes de transmisión generacional de conocimientos que han enriquecido las miradas dominantes sobre la relación de los pueblos con la naturaleza. Y, sin duda, estos siguen siendo la base de modelos alternativos acerca de esa relación. Ojalá los testimonios de vida de estos maestros silenciosos operen como bastiones infranqueables frente a la amnesia arrogante de la modernidad, que pretende desentenderse de los aprendizajes de poco más de 200,000 años del tránsito humano por el planeta.
[1] Toledo, V.; Barrera-Bassols, N. (2014). La memoria biocultural. La importancia ecológica de las sabidurías tradicionales. Popayán, Cauca, Colombia: Universidad del Cauca.
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