Nada logra preverla. A media noche se despierta el motorcito como un lagarto alrededor de la cabeza y muerde dejando una corona de llamas que no logra apagarse con nada. Hay quienes se amarran una bufanda o incluso un cincho para presionar y así intentar reducir la angustia.
Porque el dolor aterriza y no se va. Se ingieren analgésicos, ibuprofeno, diclofenaco, y se palia el malestar, pero este en verdad no se aleja. Una dinámica aterradora se sigue desarrollando hasta que alguna de las drogas maravillosas logra adormecerlo hasta la próxima batalla. Hay quienes se acostumbran a esa punzante sensación del mismo modo en que uno se adecúa a todo.
Hay noches cuando el grado de dolor es muy alto. Y a lo mejor las pastillas no están cerca o son de las menos potentes, de manera que lo único que queda es hundirse en las ideas durante la espera. A lo mejor una meditación en torno a la salud física puede ayudar, pero no cura del todo. Las reflexiones se ofrecen entonces como una sopa en la que el convaleciente puede sumergirse para dejar de pensar en la agudeza de los cuchillos ensartados.
Vienen pensamientos sobre uno mismo: cómo los días se reducen al trabajo al tiempo que pasamos en el tráfico o la vida marital, que puede ser dulce o intempestiva. Brota lo que llaman el sentido, la estricta justificación de la existencia. Nos queda toda la noche, por lo que ninguna imagen es demasiado rebuscada.
El sentido nace usualmente de las religiones, que son formas de filosofía, pero no enfocadas en buscar, como las corrientes filosóficas, en las cuales el camino es la riqueza dentro de la exploración y que se limitan a presentar probabilidades. En cambio, la mayoría de las religiones, basadas en la teología, encuentran a la fuerza una arena en la cual anclar el barco.
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También es sabroso hallar un puerto. Aniquilar las dudas. Una sensación de desahogo de muchas de las penas. Quienes nacimos sin una formación religiosa a lo mejor aprendimos que el sentido era la comprobación científica o la sinrazón de la vida, que en algunos casos se dirigiría a un existencialismo inapelable. Lo que para mí, siendo congruente, significó en un tiempo la ruta a un suicidio pausado o de tajo ya no importa tanto.
Estas cosas pienso-recuerdo sobre la almohada. Se me vienen como una tormenta eléctrica. Cómo conocí la idea de la religión al concebir un poder superior como cada quien lo entienda. Aprender que hay dos formas de religiosidad: la institucional, que está permeada por los mismos defectos humanos que cualquier otra institución, y la puramente interna, la que cada persona vive desde su propia disciplina y comprensión, que nace de la etimología de re-ligar con lo sagrado, como una experiencia que no se ofrece de otra manera y que puede vivirse, como la huella digital, de manera individualísima.
Por supuesto, nunca perderemos el grado de escepticismo logrado desde hace mucho. Hay siempre un cuestionamiento a todo y persiste la duda de lo que se ha adoptado como verdad. Por ejemplo, en cosas como la medicina occidental, que en este caso no sana completamente, sino que solo adormece el dolor. Es delicioso, pero la cuestión dañina permanece. Cuando probé la acupuntura, ello fue un descubrimiento esencial. Las agujas, a las que tanto temí de niño, se convirtieron en las mejores aliadas contra el estrés y las dolencias. La aguja entra en un punto clave y libera males acumulados. Hay miles de terminaciones que pueden obstruirse y causar enfermedades.
Relatar los dolores, físicos y espirituales, puede ser como esa aguja que pincha los malestares y alivia de muchas maneras. Ya es de día, los carros empiezan a traquetear afuera y la luz se cuela apenas entre las cortinas. Siento que la medicina, cualquiera que haya sido, ha calmado las ansiedades neuronales. El baño caliente también ayuda. Hacia allá voy.
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