Ciertamente yo no la querría. Ni el ruido, ni el tráfico ni la posible contaminación le hacen gracia a cualquiera, pobre o rico, que procure vivir su vida tan tranquila como mal que bien pueda en este paisucho. En términos muy simples, ese solo motivo debía ser suficiente para comprender que las poblaciones que se ven afectadas por una minera allí mismo en sus narices puedan oponerse abiertamente a ella, si así lo desean. ¿No lo haría usted, acaso?
Pero bueno, ellos no son otra cosa que indios pobres y huevones muertosdiambre, así que es mejor que se vayan callando y aguantando esa idea de progreso que el sagrado desarrollo les impone y que se vayan olvidando de que las consultas populares previas son obligación legal contraída por el Estado y no mero favorcito.
El reciente chapuz tributario sí que debió ser consultado y consensuado por varios gobiernos con el CACIF, dios guarde, pero a esos indios, a esos sí no vale la pena preguntarles nada y que se aguanten; total, ni pisto tienen. En fin, para efectos de lo que quiero decir, supongamos, por unos minutos, que nadie haría ni pío con la súbita y enorme minera a cielo abierto allí donde uno vive, y que todos estarían felices yendo a trabajar con loncherita de metal como Pedro Picapiedra.
Supongamos, asimismo, solo por otro ratito, que los residuos tóxicos que dejan las mineras de verdad son puros mitos, que los estudios ambientales locales nunca fueron manoseados, que la muerte de 342 gansos de un solo por acercarse al agua de la Berkeley Pit en Montana, EUA jamás ocurrió o que las enfermedades de la piel y las casas rajadas por la vibración de hoy por hoy no existen (eso no es tan difícil cuando, de todos modos, eso nunca sale en los diarios); y hagamos caso omiso (como siempre) de la cantidad de agua que se requiere para extraer el oro, comparada con la cantidad usada por las comunidades antes de la impositiva llegada de las mineras.
Pedí que hicieran caso omiso de los anteriores elementos de juicio, para enfocarnos exclusivamente, un ratito, en eso único que se enfocan, precisamente, quienes defienden esa belleza de contratos mineros que Guatemala, en tiempos de Berger, tuvo a bien suscribir: las ganancias. Nada más que esto no me es tan fácil, porque usando el sentido común yo habría pensado que, si el oro (o cualquier otro metal explotable) es guatemalteco, debería ser Guatemala su dueña y pagarle a alguna entidad, nacional o internacional que nos haga la campañaza de extraerlo y dejárselo a Guate, para que Guate disponga de él como mejor le convenga. Digo, no es como que este país no necesita las ganancias por la sabrosísima elevación del precio del oro… entonces, por, digamos, el 1% de antes o el 5% optativo de ahora, esa entidad igual ganaría su buena plata (la que nos toca hoy por hoy y nos “venden” como regalo divino) y nosotros, como Estado, todavía ganaríamos más (lo que hoy por hoy ellos se llevan que, en efecto, es un regalazo divino).
Y es que, corríjame alguien si estoy equivocado, pero hasta donde entiendo no hay en Guatemala ingenio azucarero alguno que le dé a sus cortadores de caña la generosísima potestad de quedarse con toda la ganancia del azúcar a cambio de un pequeño porcentaje para los “dueños”; ni fincas cafetaleras que le regalen el aromático fruto a sus empleados para que estos lo vendan a su antojo y entero ganancial a cambio de un dígito porcentual. Cementeras, tampoco, ¿o sí? ¿O habrá siquiera una familia clasemediera que le regale el jardín al jardinero a cambio de un 5% potestativo y sirva de ejemplo práctico para demostrar que hacerlo con el oro guatemalteco es una idea sensata en la mente de al menos alguien? Si el oro no fuera del Estado (o sea, percibido como “sin dueño” en lugar de “de todos”) sino privado, ¿recomendaría algo como esto, por ejemplo, la mara de Libertópolis como una movida de negocios inteligente, como buen bisnes? ¿Aplican el método para sus propios comercios, industrias, pues? Yo creo que no, pero bueno… ¿Qué sabe un simple y anacrónico braquiuro de negocios y desarrollo?
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