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El ex viceministro de Seguridad Púbilca de El Salvador, coronel Inocente Orlando Montano, de 77 años, el lunes 8 de junio de 2020, durante el primer día de sesiones del juicio por la masacre de la UCA en Madrid, España. EFE/ Kiko Huesca POOL

Montano y la masacre de la UCA: El Salvador en el espejo

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Montano y la masacre de la UCA: El Salvador en el espejo

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El coronel Inocente Orlando Montano se veía cansado, pequeño y enfermo cuando se sentó en la silla del acusado en la Audiencia Nacional de Madrid. La mascarilla, obligatoria por la pandemia de COVID19, acentuaba la imagen de abandono. Así, solo, Montano entró a la corte madrileña para responder por los asesinatos de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus ayudantes perpetrados el 16 de noviembre de 1989 por unidades de la Fuerza Armada de El Salvador en la Universidad Centroamericana (UCA). Montano era, entonces, parte del alto mando de ese ejército.

Hoy Montano está solo en España.

En el tribunal madrileño hay otros invitados ausentes. No están aquí los otros militares del alto mando y los civiles -una lista que llegó a tener 20 nombres en las primeras etapas del proceso judicial en España- acusados de participar en los asesinatos de los sacerdotes españoles Ignacio Ellacuría, Segundo Montes Mozo, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y de los salvadoreños Joaquín López, Elba Ramos y Celina Ramos, las últimas, madre e hija, empleadas de los jesuitas.

Sí están en la corte, en el espacio reservado a las víctimas, además de una verdad de los hechos oculta durante treinta años, todas las deudas que los horribles sucesos de noviembre de 1989 dejaron a la convivencia democrática en El Salvador.

Porque este pasado nuestro que hoy se ventila en Madrid huele mucho a presente.

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La de la UCA fue la última masacre de la guerra civil salvadoreña (1980-1992) y el primer gran encubrimiento de la posguerra. Los pecados cometidos entonces aún nos persiguen en forma de un sistema judicial lento y corrupto, de una fiscalía timorata, de una policía contaminada y de una clase política que nunca tuvo el mejor interés de la democracia como norte.

Cuando los militares salvadoreños planificaron aquella masacre ya tenían una idea bastante clara del crimen en el que deberían de embarcarse después de haber matado a los jesuitas: el del encubrimiento.

Para intentar, primero, desligar al ejército de los crímenes, y, luego, venderle al mundo la socorrida tesis de que la responsabilidad en la cadena de mando terminaba en el coronel Guillermo Alfredo Benavides, un oficial sin poder real, el estado de El Salvador torció de tal manera el sistema judicial que la impunidad no hizo más que crecer en los años posteriores al interior de la Corte Suprema, la Fiscalía y la fuerza pública.

Creció tanto que, desde entonces, y a pesar de las reformas al Estado derivadas de los Acuerdos de Paz, la única labor de la justicia salvadoreña en el llamado Caso Jesuitas ha sido echar tierra al asunto.

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Durante los últimos treinta años, cuatro cortes supremas de justicia y cinco fiscales generales han archivado los intentos que han hecho la Compañía de Jesús y los familiares de los sacerdotes por reabrir en El Salvador la posibilidad de que la justicia se haga en el país centroamericano al que los jesuitas dedicaron su vida. Hasta ahora, y más allá de tímidos intentos hechos desde la Fiscalía General en los últimos años, todo ha topado con un inmenso muro de silencio e impunidad.

La orden de matar a los jesuitas llegó, según consta en decenas de folios anexos en los procesos judiciales abiertos en tres países por la masacre, en una reunión del alto mando de la Fuerza Armada el 15 de noviembre de 1989. La orden de encubrir no fue una, fueron varias y más difusas, y las dieron funcionarios salvadoreños y estadounidenses que, durante la administración de George Bush padre, aún entendían la guerra civil en El Salvador como una continuación de la cruzada anticomunista que habían emprendido dos décadas atrás en Vietnam.

Entre los principales instrumentos para el encubrimiento estuvo la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD) de la Policía Nacional, uno de los tres cuerpos de seguridad pública adscritos a un viceministerio de la defensa nacional, el que entonces dirigía el coronel Montano.

La CIHD era una de las dos unidades que el gobierno de Ronald Reagan empezó a financiar y adiestrar en 1985 para dar un rostro decente a las policías salvadoreñas, cuestionadas entonces en el congreso en Washington por violaciones brutales a los derechos humanos, y evitar la intención del partido demócrata de cortar la ayuda a los militares salvadoreños.

El contexto histórico es, aquí, importante. Reagan, empeñada su política exterior en detener el avance soviético en Centroamérica tras el triunfo de los sandinistas en Nicaragua en 1979, veía en El Salvador la última frontera contra el comunismo. Y, en los 80, fresco el fiasco de Vietnam, enviar tropa estadounidense al terreno era políticamente inviable, por lo que la Casa Blanca apostaba a llenar de dólares a sus aliados militares y a darles respaldo político sin importar las barbaridades en las que se embarcaban en las calles y montañas de Centroamérica.

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En la región, y en El Salvador, Reagan llevó al límite la máxima aquella con la que Washington se refiere a los criminales con los que se ha aliado en la región -y que según algunos historiadores es una referencia al dictador nicaragüense Anastasio Somoza hecha por el presidente Franklin D. Roosevelt-: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

La CIHD, en El Salvador, era eso: una mascota a la que Washington estaba dispuesta perdonarle todo. Y así lo hizo en el caso de los jesuitas asesinados.

El gobierno de Alfredo Cristiani (1989-1994) puso a cargo del caso jesuitas a la CIHD y al coronel Manuel Rivas Mejía, un oficial entrenado por Estados Unidos. Desde el principio, la única misión de Rivas fue sabotear la investigación que la fiscalía salvadoreña llevó adelante en 1990 por los asesinatos.

Al coronel Rivas le ayudó, en ese afán de encubrimiento, el Buró Federal de Investigaciones de los Estados Unidos, el FBI. Entre el 27 de noviembre y el 3 de diciembre de 1989, agentes del FBI y Rivas Mejía entrevistaron a Lucía Barrera de Cerna y a su esposo Jorge en instalaciones federales en Miami, sin abogados presentes y después de someterlos a largos periodos de aislamiento y ayuno.

Lucía Barrera es la única testigo ocular de la masacre. Fue ella quien dijo a un juez salvadoreño, unos días después de la masacre, que había visto a soldados asesinar a los sacerdotes. En un intento por ponerla a salvo, la Compañía de Jesús en El Salvador gestionó enviarla a ella, a Jorge y a la hija de ambos a Europa, pero tras una oscura intervención de la embajada estadounidense en San Salvador, la mujer y su familia terminaron en manos del FBI en Florida.

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Congresistas demócratas pidieron a la administración de Bush padre que explicara la presencia del policía salvadoreño en Miami, las torturas y que desclasificara las transcripciones de los interrogatorios, algo a lo que Washington se negó.

Dos años después de aquello, Rivas había dejado la CIHD, pero la administración de Cristiani, también para esto apoyada por Washington, intentó nombrar al oficial como subdirector de la recién formada Policía Nacional Civil (PNC), creada por los Acuerdos de Paz para sustituir a los viejos cuerpos de seguridad del Estado. Por presión de la ONU y otros gobiernos que observaron el proceso de paz salvadoreño, Rivas Mejía fue desechado.

Los herederos de la CIHD, sin embargo, se colaron en la PNC. Muchos subalternos de Rivas fueron a parar a la División de Investigación Criminal (DIC), la nueva unidad de investigación policial que desde su creación en 1993 fue señalada por albergar escuadrones de la muerte y por alterar pruebas y amenazar testigos para desviar investigaciones de asesinatos, violaciones y narcotráfico. Para establecer un parangón con Guatemala: las redes de policías corruptos y de escuadrones de la muerte que se criaron en la DIC salvadoreña, y en otras unidades de la PNC, son lo más parecido a los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos guatemaltecos.

El encubrimiento de los asesinos de los jesuitas ha sido una empresa que, además de a policías, ha involucrado a políticos, altos funcionarios, incluso presidentes a lo largo de tres décadas.

Desde los primeros 90 hasta mediados de la década pasada, los aparatos de política exterior de tres gobiernos de la derecha salvadoreña enviaron a varios de sus cancilleres y embajadores a Madrid para intentar convencer a gobiernos populares y socialistas de no hacer mucho oleaje con el caso Jesuitas para “no desestabilizar” a El Salvador. Tres funcionarios y excolaboradores del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero me lo confirmaron entre 2010 y 2012.

La impunidad no se agotó al agotarse los gobiernos de derecha, herederos de la doctrina de la contrainsurgencia que Washington con tanto éxito insufló por toda la región en los 80. Los dos gobiernos del izquierdista FMLN, heredero de la guerrilla, tampoco tuvieron el valor de abrir la puerta de la persecución penal en el caso jesuitas.

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En 2011, el gobierno de Mauricio Funes (2009-2014), un experiodista que llegó a la presidencia bajo la bandera del FMLN, protegió a varios militares pedidos por el juez Eloy Velasco de la Audiencia Nacional.

La impunidad en el caso Jesuitas, en realidad, no terminó nunca en El Salvador. En 2014, cuando cubría la posible extradición del coronel Montano de Estados Unidos -donde un tribunal lo condenó a cárcel por fraude migratorio- a España, escribí en Plaza Pública: “Ha sido, en realidad, un esfuerzo continuado, que empezó en 1989 y dura hasta ahora. En el camino, las instituciones salvadoreñas, las viejas y las nuevas que nacieron con los Acuerdos de Paz, se especializaron en hacer eso para lo que se graduaron con honores gracias al caso Jesuitas: encubrir”.

El segundo gobierno del FMLN, contraviniendo el espíritu de los Acuerdos de Paz, militarizó a la PNC como ningún gobierno de la derecha lo había hecho, algo que ha continuado durante el primer año de gestión del actual presidente, Nayib Bukele.

Tanto el FMLN como Bukele han usado los crímenes del pasado, incluido el caso Jesuitas, según ha convenido a su narrativa política, pero ninguno de los dos hizo, desde la presidencia de la república, gesto alguno por empezar a llevar verdad sobre estos hechos. De hecho, los gobiernos de ambos han obstaculizado la posibilidad de abrir los archivos de la Fuerza Armada para aclarar crímenes atribuidos al ejército durante la guerra civil.

En el caso de Bukele, no parece probable que encuentre el valor para enfrentar al ejército. El presidente, a pesar de su popularidad, depende cada vez más de su alianza con los militares para mantener los hilos de su gobierno, que empieza a girar como ninguno de la posguerra salvadoreña a los meandros del autoritarismo.

No es fortuito que Bukele haya entrado con soldados a la Asamblea Legislativa el 9 de febrero para exigir la aprobación de un préstamo a un congreso en el que él no tiene una relación de fuerzas ventajosa, o que su jefe de policía haya aparecido en una foto luciendo un uniforme verde olivo en medio de la pandemia por el Coronavirus, marcada en El Salvador por un discurso apocalíptico que, según propios y extraños, ha servido al presidente para acumular más poder.

Bukele también ha hecho blanco de su atención a la UCA. La universidad es una de las voces más críticas a las tendencias autoritarias del presidente y al mal manejo que su gobierno ha hecho de la crisis causada por el coronavirus, que ha aprovechado para intentar sobrepasar la separación de poderes y cimentar su popularidad.

La respuesta del presidente y el ejército de troles que lo sigue han sido ataques a la universidad y a los sacerdotes que hoy la dirigen. La intolerancia es muy parecida a la que, en 1989, desplegaban los propagandistas del gobierno, entonces a través de la radio, no de Twitter o Facebook.

Tras todos esos desmanes y omisiones hay, en el mejor de los casos, muestras de cómo el poder político salvadoreño desprecia a la inteligencia que lo cuestiona, y, en el peor, el desprecio a la vida del que es percibido como opositor.

El Salvador de 2020 no es el mismo de 1989, para empezar porque aquellos acuerdos que pusieron fin a la guerra civil trajeron entendimientos básicos sobre los mínimos de civilidad democrática que el país requiere para no volver al ostracismo político de los 80. Hoy no se mata al que piensa distinto, aunque el poder sí sigue insistiendo en vilipendiarlo.

Malo ha sido que, durante 30 años, esos poderes político y fáctico nunca entendieron que la línea de civilidad política que nació con los acuerdos del 92 no puede terminar de dibujarse sin explicar qué pasó en crímenes como la masacre de la UCA. No me refiero solo a la verdad policial y judicial, sino, sobre todo, a terminar de entender cómo el estado encubrió, mintió, y en el camino, contaminó a las instituciones que hacen funcionar las democracias.

Hoy, en Madrid, y a pesar de todos los intentos del estado salvadoreño y sus últimos gobiernos por impedirlo, hay una posibilidad de abrir las puertas a esa verdad. No vendrá de la boca del coronel Montano, que en su primer uso de la palabra el 10 de junio volvió al mismo discurso de negación que había nacido incluso antes de la masacre. Vendrá de los recuentos de testigos como Lucía Barrera de Cerna, la mujer a la que los gobiernos de El Salvador y Estados Unidos intentaron callar, o como el teniente Yusshy René Mendoza Vallecillos, uno de los tenientes que ejecutó la orden de matar, ambos citados a declarar a partir del próximo 8 de julio.

A El Salvador solo le queda el camino de acoger esa verdad, entenderla y procesarla. Solo así el martirio de quienes murieron en el campo de la UCA será, finalmente, un abono a nuestra débil, trastabillante democracia.

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