Quema archivos, intimida forenses, extirpa proyectiles, barre los casquillos bajo la alfombra. Como siempre, este trabajo lo realiza por interpósitas personas, por supuesto. Se prepara para cambiar la historia. Como el doctor Francia de Paraguay en Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, tiene fe y exclama: «Qué es la fe sino creer en cosas de ninguna verosimilitud». Rosario Murillo se rasga las vestiduras porque los opositores han llegado al colmo de la profanación: inventan muertos. Y hablan de 40, 50, 60 asesinados. No les bastan dos o tres.
A las manifestaciones de la oposición, Ortega y Murillo respondieron con una concentración de empleados públicos en la Plaza de las Victorias el lunes 30 de abril. Solo con los empleados del Gobierno central deberían de haber sido capaces de colocar más de 100,000. Eran muchos menos, a pesar de ser voluntarios llevados con mecate y amenazados con el despido. Duelo de marchas. A ver quién pone más gente en las calles. El FSLN y sus oponentes se atacan a punta de marchazos. El que pierda el maratón de las marchas se marcha.
Despojado de las canciones que lo precedieron y sucedieron, el acto en Plaza de las Victorias —que no es plaza, sino intersección de calles— fue significativamente breve y transmitió los mismos mensajes. La novedad fue exhibir a la derecha de Ortega a Víctor Tirado López, intachable miembro de la histórica Dirección Nacional del FSLN, ahora enfermo de alzhéimer. Como una especie de Rip van Winkle al que hubieran despertado de un prolongado letargo y al que quizá le hicieron creer que celebraban el 19 de julio en 1985, el viejo comandante no hizo más que mesarse compulsivamente la encanecida barba y lanzar unas frases descoyuntadas que acaso buscaban, entre las brumas de la memoria, evocar o aferrarse a un pasado que ahora el FSLN deshonra.
Esas son las acciones del FSLN que preceden al diálogo nacional al que invitan los obispos católicos. En medio del vacío de voces fidedignas, el episcopado emerge como el principal actor político. El rechazo a los políticos de carrera ha sido tácito, pero contundente. Con la excepción del FSLN, los partidos políticos no han sido convocados a un diálogo que corre el riesgo de no concretarse o de convertirse en dos, tres, cuatro, veinte monólogos. ¿Por qué? Porque los actores principales tienen intereses muy diversos y dos de ellos están fragmentados en su interior. Repasemos a los tres que destacan por su fuerza: fuerza económica, fuerza moral y fuerza de movilización.
La fuerza económica, el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), optó durante 11 años por retozar entre las ruinas de la institucionalidad de Nicaragua, codo a codo y de manita sudada, con los altos funcionarios del gobierno de Ortega. El pacto fiscal que las élites centroamericanas han obtenido de los gobiernos de izquierda y de derecha las ha unido en un mágico beso en el que esas princesas han transformado en príncipes azules a sapos de cualquier ralea, estatura política y catadura ideológica: Otto Pérez Molina y Jimmy Morales, Porfirio Lobo Sosa y Juan Orlando Hernández, Antonio Saca y Mauricio Funes, Arnoldo Alemán y Daniel Ortega. De todos ellos las élites consiguieron que sus deseos fueran órdenes y a todos los apoyaron con decidida —aunque desigual— intensidad. Pero el empresariado nicaragüense aún fue más allá: en plena borrachera por el canal interoceánico, sus paseos codo a codo los llevaron a las calles de Pekín, con boletos aéreos, hoteles y opíparos banquetes pagados por el Ejecutivo.
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Su vocero es la Funides, una fundación cuyo abultado ejército de directores —propietarios, suplentes y honorarios, 24 en total— es el resultado de un melting pot de las élites de todos los colores políticos y de todas las épocas —somocistas y exsomocistas, exsandinistas, conservadores, etcétera—, con una endogámica pero comprensible repetición de apellidos. El Cosep y la Funides nunca pretendieron que las luchas actuales fueran más allá de la revocación del decreto de reforma de la seguridad social, es decir, de un retorno al porcentaje de cotización actual. Solo cuando era políticamente infame callar al respecto pusieron sobre la mesa un argumento altruista: indignación por los jóvenes vapuleados y asesinados. Todavía no han emitido una palabra de compasión por los ancianos jubilados, por la soberanía que el proyecto canalero conculcó o por las elecciones que el FSLN una y otra vez robó. Su centelleante lema: «It's all about money». Cuando estábamos en los polvos de los que vinieron estos convulsos lodos, lo más próximos que estuvieron los empresarios a un altruismo primitivo fue un señalamiento que reflejó su aristocrática idea de la economía: elevar las cotizaciones de los empleadores es «sacar dinero de la economía». A buen entendedor: todo el dinero que sale de los bolsillos de la empresa privada —sea que ingrese al Estado, sea que después se pague a nuevos jubilados— abandona la economía, ese ámbito que solo las empresas controlan.
De estas mezquinas declaraciones y de otras señales inequívocas podemos inferir que, a lo largo del diálogo, el Cosep concentrará sus esfuerzos en retornar a la pax sandinista o a lo que más se le asemeje lo antes posible. Los días de conflicto son dólares que se van para no volver. Los empresarios ya obtuvieron una victoria que compraron en la sección de remates. Un FSLN en liquidación puso en oferta el punto medular antes de llegar a la mesa de negociación. El Cosep solo podría interesarse en llegar más a fondo —y en presionar incluso con un paro general en caso de ser necesario— si la Embajada por antonomasia le señalaba esa ruta. No es un escenario improbable. Podría presentarse si el Departamento de Estado empieza a considerar a Nicaragua como proyecto piloto o como un intento de producir un efecto dominó que impacte a Venezuela.
Como fuerza moral, la Iglesia católica se erigió en el gran personaje de este drama a través de las decididas acusaciones que el obispo auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez, lanzó sobre el Gobierno. Y selló su ascenso a un rol estelar con la convocatoria al diálogo nacional y a una torrencial marcha —la más concurrida de todas hasta la fecha— que tuvo lugar el sábado 28 de abril. A todas luces, aunque preñada de símbolos religiosos, fue una procesión política. Y por esa misma razón fue un mentís al matrimonio FSLN-catolicismo que Ortega ha procurado sugerir mediante la reiterada aparición del exarzobispo de Managua Miguel Obando y Bravo, su cardenal de bolsillo, en los más solemnes actos oficiales. A partir de ahora, decenas de miles expresaron que el catolicismo se desmarca del orteguismo.
No se dijo, pero se hizo así: la Iglesia católica convocó a rezar un rosario contra la Rosario. Fue como si la polisemia de ese nombre tuviera la propiedad de conectar y exorcizar. La jerarquía católica recuperó a la Purísima, que había sido secuestrada por el régimen orteguista por medio de los exóticos rezadores que eventualmente colocaba en rotondas y las griterías que ejecutaban un multitudinario clientelismo confesional. La virgen María continuamente mencionada y el rosario que se rezó en la catedral al culminar la marcha, símbolo y rito inequívocamente católicos, excluyeron de entrada la apertura ecuménica, que habría sido más representativa de un país con un alto porcentaje de ciudadanos evangélicos. También es cierto que los líderes evangélicos más prominentes se han mantenido al margen, una forma de autoexclusión de este proceso. Bulliciosos en los barrios y comarcas, silenciosos en la arena nacional. El pastor de Hosanna, la mega-Iglesia neopentecostal más grande y opulenta de Nicaragua, en su alocución del domingo 29 de abril dejó clara su resistencia a lanzar un polo a tierra cuando emitió la que fue su declaración presuntamente más beligerante: «Hay que pedir la intervención directa de Dios».
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En ese contexto, la Iglesia católica —aprovechando la ventaja de una estructura piramidal de la que carece la miríada de denominaciones evangélicas— emerge como el principal interlocutor con institucionalidad sólida. Pero la Conferencia Episcopal —su cabeza visible— no presenta un frente único. Las dos posiciones más evidentes —seguramente hay más— son la de un tibio y a veces complaciente arzobispo Leopoldo Brenes y la de su obispo auxiliar, abiertamente antiorteguista, Silvio Báez. No sabemos si se impondrá el poder jerárquico y amigo de componendas de Brenes o el don de palabra y reclamo de justicia de Báez. A estas posiciones hay que sumarles la diversidad que añade un clero que incluye sandinistas, timoratos, apolíticos y aquellos que tienen cola que le pisen y cuyos expedientes palpitan de tropezones sexuales y dineros mal habidos en los archivos que generan las redes de espionaje del orteguismo.
La lista de los convocados es la primera señal ominosa: contiene, disfrazados de sociedad civil y de sindicalistas independientes, a elementos no solo serviles, sino también asalariados del régimen de Ortega. ¿Por qué desperdiciar esas sillas que debieron adjudicar a opositores? La Conferencia Episcopal ni siquiera ha explicitado los criterios para la confección de una lista que no deja de crecer.
La fuerza movilizadora de los estudiantes es el corazón del tigre que aterró al orteguismo durante una semana. El tigre sigue inquieto y amenaza con volver a las calles si no se le concede la renuncia de Ortega y Murillo. Pero esa es solo una de sus posiciones. El tigre no tiene una cabeza visible. Esa es una debilidad, aunque también una fortaleza, pues le priva al orteguismo de la oportunidad de abatirlo de un mazazo. Las redes sociales le resuelven el problema de la comunicación y le abrieron incluso el chance de actuar con la simultaneidad que solía ser típica de los movimientos sociales bien articulados, pero no resuelve los vacíos de representatividad y organicidad. Es posible que las redes sociales sigan supliendo este vacío mediante la acelerada construcción de sentido común en cuestión de minutos. Pero esa construcción puede no ser operativa en una mesa de negociaciones, donde el FSLN buscará cómo empantanar las pláticas y marear al tigre.
El tigre podría desesperarse y retornar a jugarse el pellejo a las calles, cuyo monopolio arrebató al orteguismo, pero donde este tiene capacidad de seguir enfrentándolo con aquel grupo que Marx llamaba lumpenproletariado, fuerza que constituyó en el París del siglo XIX el grupo de choque de Luis Napoleón Bonaparte contra las masas revolucionarias. Tendríamos así una modalidad de lucha de clases: el estudiantado —económicamente diverso, pero con hábitos y aspiraciones de estratos medios— versus los muchachos de los barrios marginales —que no tienen acceso a la educación superior y que ven en los universitarios un grupo privilegiado y un ascenso social que a ellos se les niega—. Este enfrentamiento se debe evitar a toda costa.
¿Qué pedirles a los actores? El Cosep y la Iglesia deben llegar a fondo y no quedarse en medias tintas. Justicia incondicional. Paro nacional si es preciso. Llegó la hora de olvidarse de la bolsa y de dejar de ser arrastrados por el pundonor. Báez debe seguir llevando la voz cantante, por mucho que su visible gozo al ser blanco de las cámaras irrite la epidermis ególatra de otros líderes. El tigre necesita organicidad y liderazgo. Uno novedoso y rotativo, de donde no emerja el nuevo Daniel Ortega o Jasser Martínez. En suma, necesita creatividad para no dejarse provocar, para construir un liderazgo no caudillista y para innovar con otras formas de lucha, dejando a un lado la guerra de marchazos, pero sin abandonar las calles que con tanto coraje recuperó para el derecho a disentir.
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