Dos cosas antes de seguir: el sentido del humor y la franqueza para expresar lo que verdaderamente se piensa son indispensables. Ser políticamente correcto está sobrevalorado. El límite, me parece, se hace visible cuando se relativiza el daño. Deja de ser divertido cuando se hace a costa de otros, cuando se excluye a las personas y se pone en riesgo su integridad y dignidad. Rara vez me he sentido bien después de burlarme de alguien. En Guatemala lo vemos a diario: desde el tuitvergueo de turno hasta las olas de querellas absurdas enfrascadas en mensajes constantes de odio hacia quienes piensan distinto. ¿Se puede exigir justicia desde el odio?
Quienes salimos a las calles por primera vez en los últimos 18 meses y nos organizamos en colectivos ciudadanos hablamos de cambio, de renovación, de diálogo, de empatía y hasta de esperanza. Aun así seguimos esperando resultados distintos como ciudadanía comportándonos de la misma manera. Pensar y actuar diferente requiere que hablemos diferente. Después de todo, nombrar, como dice Monedero, es hacer política. Y lo que no se nombra no existe socialmente.
Muy pocas personas y organizaciones tienen en nuestro país el poder de construir realidad al nombrar a los demás. Este poder ha comenzado a democratizarse con el uso de las redes sociales. Sin embargo, aún hay luchas fundamentales que son invisibles para las mayorías. Hay voces impunes que sistemáticamente se aprovechan de las deficiencias generalizadas de pensamiento crítico para cumplir agendas oscuras y posicionar discursos que apelan al miedo, al egoísmo y al odio. Esto merece más atención cuando se utilizan plataformas y medios de comunicación de mayor alcance. Lo hemos visto recientemente con el pluralismo jurídico, con las marchas del Codeca y con los casos de corrupción. Incitar al odio y a la violencia se convierte en una práctica tan común que se normaliza y cada vez nos sorprende menos. Incluso, lo tomamos con humor. Es urgente que aprendamos a identificar los discursos de odio, a responder de manera contundente y a restringirlos si ponen en riesgo la vida de otras personas, de manera que aseguremos el derecho a la libertad de expresión.
Según la organización británica Article 19, aunque el discurso de odio se puede identificar fácilmente, sigue siendo un concepto eminentemente emotivo y no existe una definición aceptada universalmente. La legislación internacional prevé estas variaciones y resume dicho concepto en cualquier expresión discriminatoria de odio hacia otras personas, de manera individual o colectiva. Es importante que aprendamos a identificarlo para nombrarlo públicamente y advertir a los demás de sus consecuencias. También es necesario cuestionar la medida en que nuestro Gobierno previene los discursos de odio y las incitaciones a la violencia. No podemos seguir en este círculo vicioso de responder al odio con más odio. Nunca termina bien.
Encontrar el balance adecuado constituye una postura radical: no dejar la franqueza a un lado sin perder la empatía, decir lo que genuinamente se piensa sin sucumbir a la facilidad y a la viralidad del odio. De la violencia y sus súbditos ya tuvimos suficiente. Si queremos salir de este pantano de ataques sin sentido y agendas de impunidad, necesitamos visibilizar los discursos de odio, responder sin hacer uso de estos y exigir que se restrinjan cuando el riesgo aumenta. Esto requiere madurez y responsabilidad. Rompamos el ciclo y demos el paso definitivo para desengancharnos y apartarnos. Busquemos resultados diferentes haciendo de las palabras instrumentos de transformación. De esos ejemplos, por suerte, también tenemos. Nos toca visibilizarlos y multiplicarlos.
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