En junio tuve la oportunidad de conversar con habitantes de una comunidad kaqchikel de San Juan Sacatepéquez que también ha padecido los efectos de vivir en un territorio en el que se decide unilateralmente instalar un megaproyecto que altera profundamente la vida de las comunidades y su entorno. En 2004 se enteraron por el sacerdote del área que había pláticas para construir algo grande en la zona. Dos años después quedó claro que se trataba de una cementera. Ante esto, 12 comunidades decidieron posicionarse en contra del proyecto. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (Ocmal), la consulta comunitaria de San Juan Sacatepéquez se realizó en mayo de 2007 con la participación de 8,950 personas, de las cuales solo 4 votaron a favor de la planta cementera. Sin embargo, el Ministerio de Energía y Minas otorgó la licencia de explotación cuatro meses después. «Desde 2006 no estamos tranquilos», me confesaba Juan, habitante de una de las comunidades que desde entonces están en resistencia.
La llegada de estos megaproyectos a San Juan Sacatepéquez, a El Estor y a otros territorios ha provocado estados permanentes de conflictividad social que se sostienen a través de los años y los gobiernos. Conflictos inundados de desinformación, violencia, racismo, despojo, escepticismo y la imposición de una agenda de desarrollo que en la práctica beneficia a unos pocos a costa del bienestar de las mayorías, en particular de aquellas comunidades y especies que habitan la zona inmediata de impacto de los megaproyectos. Galeano sintetiza esta profunda contradicción en su controversial Las venas abiertas de América Latina (1971) al concluir que «el desarrollo desarrolla la desigualdad», desigualdad que ha institucionalizado —en ausencia de un compás ético— la ambición sin límites de los grupos hegemónicos. Guatemala es un claro ejemplo de ello.
[frasepzp1]
Más allá de entrar en los detalles de cada uno de estos casos, hay dos aspectos elementales en el centro de esta pulsión civilizatoria de despojo que no podemos ignorar o subestimar. Por un lado, el modelo político, social y económico, que sigue privilegiando la subordinación del bien común a la noción de prosperidad (cortoplacista) que promueven e imponen quienes manejan el aparato estatal y mediático de manera oficial y en las sombras. Volviendo a Galeano, «cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano, que con su sacrificio lo crea». Este sacrificio no es voluntario. Más bien es arrebatado por un Estado que se hace presente en esos territorios únicamente para defender los intereses privados de accionistas y de sus funcionarios a comisión. ¿Es esto lo que queremos y necesitamos como país? ¿Es la apuesta por este modelo una apuesta por la vida? ¿La vida de quiénes y a costa de qué?
El otro aspecto que se debe considerar es la injusticia inherente a la manera en que se imponen estos megaproyectos. Quienes habitan esos territorios y se oponen al modelo no solo no son escuchados, sino también violentados, perseguidos y demonizados por quienes tienen la obligación constitucional de protegerlos. Las dinámicas sociales y económicas locales se ven alteradas de manera permanente, de modo que provocan fisuras dentro de las mismas comunidades y deterioran el tejido social, político y económico. Los sueños, como en el caso de Juan, mutan de querer que sus nietos crezcan en un entorno tranquilo y verde a rezar por que el acto de exigir que se respeten las decisiones comunitarias no implique morir o ser encarcelado, como ya les sucedió a otros compañeros.
La injusticia no es solo en contra de las comunidades locales. También es en contra de quienes habitamos este país. Creemos que no nos afecta o que no es nuestro problema, pero en la ciudad de Guatemala —por ejemplo— ya padecemos los efectos de este modelo. Trabajamos para sobrevivir, sin garantía de derechos laborales ni de salud, y con una municipalidad y un Gobierno central al servicio de unos pocos en detrimento de las mayorías. No podemos aferrarnos a un modelo que sigue prometiendo prosperidad individual mientras la violencia y las brechas de desigualdad económica, social y política aumentan vertiginosamente. No podemos aferrarnos a la injusticia. Tenemos que apuntalar alternativas que reconozcan que la dignidad humana y el cuidado de la casa común son inseparables e indivisibles.
Más de este autor