Sus paredes oscuras, mentes oscuras, almas oscuras, pieles reprimidas, ojos pecadores, narices racistas, mundo de túnel soterrado por un Dios superficial. Esos cuerpos sonámbulos se bañaban en rezos del santo rosario diariamente y se tomaban una misa de media hora cada mañana. Si faltaban a sus baños y pastillas-rituales un día, el cuerpo se resentía, les gritaba groserías: Dios es un Dios de orden: eso era libertinaje, debilidad de carne. ¿A qué Dios adoraban?
Esas mujeres re-bautizadas como numerarias (es decir, como monjas fundamentalistas, vestidas de particular) y súper numerarias (parecidas a las numerarias, pero “felizmente” casadas y madres de una de esas familias de porcelana) que habitaban los cuerpos de la directora, coordinadoras o maestras del colegio al que asistí desde primer grado, no sonreían, no abrazaban, no te tocaban, casi no te miraban a los ojos: no vaya ser que nuestros asquerosos y profanos cuerpos les salpicaran algo de mierda mundana: tentaciones de Lucifer. Claro, te sonreían si eras hija de algún empresario: allí cambiaban la cosas: “tan bonitas, educaditas y femeninas esas niñas”. La cotidianeidad es política. La violencia forma parte del cemento con el que están hechas las múltiples paredes que edifican esta ciudad.
Primer grado. Una de mis compañeras de seis años, hija única y de tez morena se me acerca embadurnada de crema nívea: “Ahora soy blanca igual que vos”. Mi delgado cuerpo infantil la mira desconcertada, no supe qué responderle. El Colegio amplifica las irracionalidades que inundan cada rincón de este país, que fundamentan el odio al Otro, que moldean racismos que nos han llevado a cometer genocidios cruentos. Sigo…
Quinto grado. Una compañera –cuyas primas, niñas Campoalegre, eran blancas, ojos verdes o azules, “canches” o pelo negro, delgadas y elegantes, según nuestra concepción de belleza europeizada– gritaba con rabia que era ¡Horrible! porque era negra y gorda: “Pura india”, rugía. Cuando teníamos alrededor de 11 años, era evidente que había desarrollado: los pechos la delataban. Una de las compañeras “populares”: blanca, alta, pelo negro y ojos claros, la molestaba frente a toda la clase. Obligándola a confesar su paso de Virgen María a puta en potencia. “¡Ya vi que andás Kotex en el bolsón!”, le gritaba con odio. “¡NO! ¡NO he desarrollado!” vociferaba mientras se pegaba con fuerza en los pechos que trataba de disimular poniéndose tape grueso en los senos. Esta niña popular ¿hubiera humillado a alguien igual a ella?
“Desarrollar”, desde nuestros ojos, era una forma de vomitar lo sagrado que nos habita, terror por encarnar a la oscura María Magdalena. Revivíamos, sin saberlo, la quema de las brujas negras.
Insisto. ¿Quién dijo que sólo en los barrios llamados “rojos” hay violencia? Falso, falso, falso: lo grito con seguridad desde la historia escrita en los poros de mi piel. En los múltiples salones de ese colegio, podías ver las garras y carruseles oxidados que conforman esta sociedad, las bacterias de su enfermedad y los lamentos e intentos ahogados de algunos seres de romper sus paredes con el agua y tierra de sus almas: pero la seguridad y la vigilancia eran fuertes: cárcel-colegio: las preguntas, quejas y frustraciones se pegaban en los contornos de nuestros espíritus confundidos: debíamos dirigir la violencia al espejo. La culpa era el regalo principal de ese Dios-dictador del Opus Dark: la autoflagelación por no parecernos a la Virgen María: criterios de “normalidad”, pasos hacia el camino a la “Santidad”.
Campoalegre, colegio donde las hijas de papas divorciados eran expulsadas, por ser consideradas “manzanas podridas que contaminarían a las otras manzanas”.
En esas paredes, ser diferente era tabú, un pecado, una ofensa, una insubordinación, un dolor que le causábamos a Dios, rebeldías provocadas por el diablo: Satanás más que Dios era el rey de ese colegio. Cantar me llevaría al infierno. Pintarme el pelo de colores, símbolo de mi poca cordura mental. Me (nos) enseñaron a tener un cinturón de castidad que me (nos) atravesó como una daga, además de los genitales, el espíritu. Le quitó lo sagrado a lo corporal: fuente de vida: mujeres-vida. El cuerpo mundano era del demonio y el espíritu de Dios. Pero al matar el amor por nuestro cuerpo, mataron nuestro espíritu: el cuerpo y el espíritu son uno.
Carrozas de guardaespaldas desfilaban todas las mañanas. Cuatro Cherokee’s del año, mismo modelo, pero de diferente color. En una camioneta, una de las hermanas, el chofer y un par de guardaespaldas. La segunda, repleta de “cuida-vidas-de-otros”. En la tercera, el mismo séquito que en la primera, pero para diferente hermana. En la última iba una legión de almas dispuestas, por un sueldo estúpidamente mediocre, a perder su vida por unas niñas frívolas que los miraban de arriba hacia abajo: eran sus perros guardianes.
Perros guardianes que podían ser los padres de los normalistas de San Marcos que trabajan la tierra para poder estudiar, sus manos hablan por sí solas, la privatización de la educación los desecha como cosas; normalistas de Totonicapán, cuya sangre hierve ante una educación que no respeta su cosmovisión; normalistas de Huehuetenango, cuyas madres van todos los días frontera con México con la esperanza puesta en un par de chorizos para ganar unas monedas que servirán para la educación de sus hijos: manifestar contra la privatización de la educación, como ser guardaespaldas, es una cuestión de vida o muerte, “desarrollar” es algo sagrado visto como posibilidad de perversión: las diversas escalas de valores, visiones de mundo, violencias que se conectan en un solo cuerpo del que formamos parte. Vergüenza propia y colectiva.
¿Cuánto han tenido que luchar, que sacrificar, para estudiar?
Escucho que pregunta una estudiante de Fe y Alegría Palencia en la mesa “Educación alternativa y sus rostros” del Congreso de Estudios Mesoamericanos. Económicamente, nada –pensé. Se me revolvió el estómago.
(Foto tomada por Brújula, en la Mesa “Educación alternativa y sus rostros” del Congreso de Estudios Mesoamericanos).
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