Yo nací en un día lluvioso. Uno como estos que ahora abundan en un julio generoso de aguaceros en esta ciudad imperio. Estoy a unos días de cumplir treinta y cuatro años, recuerdo, mirando el calendario del restaurante chino que he colgado en el estudio, al lado de los libros.
Escribo frente a la ventana donde se ven, tras las copa de un pino, las montañas donde pienso vivir en el retiro. Es el oeste de la ciudad y ahora que llueve se ve más verde que nunca, esperando que el sol evapore el exceso de agua en las hojas.
Anoche cené con mi hermana, mi madre y mi hijo. Una cosa muy cálida. Una suerte de trinchera fijada frente al horror que nos circunda. Llovió un poco mientras conducía hacia el restaurante. Vi las gotas descender por el vidrio del auto, mientras el sonido de los neumáticos imitaba el de un animal resbaloso atravesando el asfalto.
La lluvia siempre me lleva de vuelta a ciertos episodios de mi niñez en los que viví temporalmente en Ciudad de Panamá, con vistas a quedarnos todo el tiempo del mundo, a no volver a Guatemala. Recuerdo mi reacción ante la noticia, mi iniciación como nómada. Yo tenía once años.
Miraba las calles de Guatemala pensando que no iba a volver, que las perdería y por eso tenía que memorizarlas. Ponía atención a cada detalle como si repasando sus bordes yo hiciera mía su construcción colorida y sin embargo, la memoria, que no tiene vocación de aprehensiva, hacía lo suyo: construía otra ciudad en mí y no esa que trataba en vano de apropiarme.
Recuerdo a mi abuelo el día en que nos fuimos, de pie frente al cristal de la terminal aérea mirando un avión que se llevaba a su familia y yo, despidiéndome sin que me viera posar la mano sobre el cristal redondeado de la nave. Sus ojos llorosos como la lluvia.
No era la primera vez que vivía en Panamá. Ya sabía del calor al abrir la puerta del avión, de la humedad abrasiva. Pero no recordaba que ahí llovía tanto. No es lo mismo la lluvia cayendo sobre el asfalto que sobre el mar. Aquello es un espectáculo de bravura, de gigantez, un rugido amenazante a plena luz del día.
Nos instalamos en un apartamento con vista al mar, en Paitilla. Aquella era una zona muy confortable, llena de edificios modernos y sitios abandonados donde la hierba crecía selvática. Era una especie de amazonas con incrustaciones de concreto. Piscinas como la de nuestro edificio, llenas de hojas y agua azul movida por la lluvia.
Las avenidas de Panamá refulgentes de vida, con vendedores aplaudiendo cuando uno pasaba para llamar la atención a los objetos. Un restaurante de mariscos llamado Chimborazo. Los hombres que por las mañanas empujaban carretas bajo el fuego del sol vendiendo chicha, los vecinos cubanos jugando al béisbol mientras les abrían las puertas de Miami. El sabor crujiente de los patacones.
Recuerdo las tardes en las que salíamos a jugar y mirar nuestra nueva vida. El canal y sus reservas de árboles. Un restaurante en medio de la selva con cañones oxidándose en la puerta. Un marine respondiéndome el saludo marcial que le hice desde el auto, cuando entramos a una sección del canal protegida.
Recuerdo aquella tarde en que nos estacionamos frente a un hipódromo bajo la lluvia. Recuerdo el gris del cielo derrumbarse a pedazos frente a nosotros, mientras el estruendo de una manada de caballos furiosos reventaba la pista y hacía temblar el auto bajo el aguacero. Llovía, siempre llovía en el Panamá gris que me creció en la memoria.
¡Cómo llovía en la Avenida Balboa! Estallaban las olas contra la calle y escupía espuma salada en las aceras mientras volaban bandadas de pelícanos hacia la nada. Las gaviotas intentando flotar sobre las rocas. El salitre impregnado en las sábanas. ¡Cómo llovía! ¡Cuánto llovía en aquella ciudad que me tomaba con su hiedra!
¿Aquél parque cerca de casa, te acordás? Le pregunté a mi madre anoche mientras cenamos y hablamos de él. Yo lo busqué en las fotos del satélite y está ahí: el parque de Paitilla, con un breve malecón y una banca con árboles atrás ¿Es cierto que era así? Mi madre me lo confirmó, yo la recuerdo sentada mirando las olas, con mi hermana jugando por ahí mientras yo miraba a los niños lanzándose desde el malecón hacia el agua grisácea, perdiéndose unos segundos, como si hubiesen muerto y emerger resurrectos entre las rocas amontonadas a lado del malecón.
Recuerdo a aquél niño que al salir caminó entre las piedras escalándolas, mientras me miraba y rugía como un pequeño monstruo. Yo estaba nervioso, asustado, feliz, ¿venía realmente hacia mí? ¿eso que devolvió el mar era realmente un niño? Mi corazón latía, tan fuerte y no podía decir nada, no podía moverme, solo verlo acercarse extendiendo la mano hasta alcanzarme y darme una caricia en el pelo mientras sonreía y corría de nuevo a lanzarse al agua donde yo jamás me atreví a estar.
Ese parque ya no existe, me confesó mi hermana. Ella acaba de estar de nuevo en Panamá. Lo demolieron, construyeron más edificios. Ya no importa. Esa ciudad me crece en la memoria, como todo. ¿Acaso no es la vida eso?, ¿acaso no hay una mejor imagen para poder explicarme que una pequeña montaña de polvo compuesta de partículas multicolor apuñadas, esperando saber de la lluvia o el viento? He vuelto a Panamá un par de veces y no he querido volver a estar en esos sitios.
Llueve en Guatemala. Estoy a punto de cumplir treinta y cuatro años y solo soy una montañita de polvo haciéndose preguntas sobre el viento.
Más de este autor