La supremacía del elevado raciocinio sobre lo pedestre y tangible ha llegado hasta nosotros con ropajes seculares en la forma de una búsqueda de lo esencial y objetivo y de un desdén por lo cotidiano y material. La naturaleza se ha cobrado muy caro ese desprecio. Entre muchos otros, le pasó la factura a Fichte y a Hegel, dos paladines de la supremacía espiritual. Uno murió de tifus, otro de cólera. Microorganismos truncaron una producción filosófica que mostró un olímpico olvido del papel que las pestes han tenido en la historia. Formas inferiores de vida humillaron al espíritu no solo con la muerte material de Hegel, sino en su propio terreno: con el mentís a la presunción de que el espíritu tiene la sartén por el mango y con un desafío al historicismo, saliéndose de todos los guiones previstos y expandiendo a cotas inmensas el ámbito de lo contingente. En suma: mataron a la filosofía clásica alemana en el terreno material y en el espiritual.
La naturaleza ha derribado una y otra vez la ascendente flecha del progreso, heredera en parte de esa filosofía y de otras corrientes que, como la Ilustración, alentaron una instrumentalización de la naturaleza. El coronavirus ha desmantelado o al menos ralentizado proyectos que iban a horcajadas sobre esa flecha. Su propagación ha frenado o cuestionado tres componentes claves de lo que llamamos progreso: actividad económica en expansión, urbanización y globalización. No hace falta abundar sobre la actividad económica. En todas las naciones se han hecho proyecciones ominosas sobre el decremento del producto interno bruto en el futuro inmediato. Clientes que ingresan de uno en uno a una sucursal bancaria, compras por Internet suspendidas, vehículos que no se usan en semanas y restaurantes vacíos escenifican una distopía en las antípodas del capitalismo.
La tendencia hacia la urbanización es predominante. En 1960, apenas el 33 % de la población mundial habitaba en los centros urbanos, donde actualmente vive más de la mitad de la humanidad. La dirección de la flecha es nítida: existe una correlación entre prosperidad y urbanización. Y también la hay entre urbanización y expansión del coronavirus. Hay países muy urbanizados que han logrado manejar la pandemia, pero son países con baja densidad poblacional y carentes de grandes ciudades. La urbanización no determina la suerte de una población, pero carga los dados en su contra.
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La globalización es la actual nodriza del progreso y también lo ha sido de la propagación del coronavirus. Al cólera que mató a Hegel le tomó nueve años llegar a Guatemala y a Nicaragua. El 17 de noviembre de 2019 se detectó el primer caso de covid-19 en Wuhan. Cuatro meses después campeaba en Centroamérica. Cómodamente instaladas en vectores que viajan en jets, las acechanzas de la naturaleza no demoran tanto como antes en expandir su influjo. En la silenciosa etapa de contagio había seis vuelos semanales de Wuhan a París, cinco a Roma y tres a Londres. La conectividad nos puso a merced de la naturaleza.
La producción, la urbanización y la globalización han sido severamente afectadas. De su olor a chamusquina emergen las reacciones románticas que invocan un retorno a la sencillez del buen salvaje y el fin del capitalismo. No diré que sus deseos y propuestas —a veces presentadas como pronósticos ineluctables— son infantiles, sino que son recurrentes, predecibles e inviables, sobre todo porque quienes los enarbolan serían los primeros en no abstenerse de darle cien vueltas al planeta —y no en ecológica bicicleta— para defenderlas en cuantos foros mundiales estuvieran dispuestos a recibirlos.
Necesitamos tomar nota de las señales que cuestionan nuestras formas de vida y nuestros marcos de pensamiento. Pero se necesita mucha más creatividad para enterrar la filosofía clásica alemana, sus derivados y sus precuelas. El reto está sobre la mesa y pasa por imaginar una relación naturaleza-cultura que no sea de instrumentalización ni de romanticismo, de modo que no nos veamos obligados a elegir entre ser un apocalíptico, un ludita o un negacionista de los desastres que ha sustituido la confianza en los talismanes por una fe ciega en la tecnología.
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