El primer paso para dar respuesta a lo anterior se fundamenta en lo que se ha denominado populismo penal, es decir, hacer creer a las personas que con el derecho penal se resolverá el problema social, lo cual es imposible. Esto lo saben quiénes hacen esas propuestas. Saben, además, que en países como Honduras y El Salvador han fracasado. Asimismo, las propuestas esas muestran una cuota de ignorancia en el plano de la gestión política social. Un ejemplo de ello es el actual presidente de los Estados Unidos de América, quien también aborda el tema de las pandillas de una manera muy parecida a la de los promotores de la mano dura.
Pero existe una explicación que debe orientarnos como sociedad para poder oponernos a estas absurdas y reiteradas medidas (lo mismo propuso Otto Pérez Molina desde que fue diputado, comisionado de Seguridad y presidente).
Hay que explorar por qué el sujeto llamado pandillero ha llegado a esos niveles y ha adquirido esos tipos de comportamiento. Para el efecto, la teoría de Seymour Spilerman me permite decir que esto proviene del hecho de que la desorganización de las condiciones de la vida urbana acarrea una mayor probabilidad de violencia. Y tendrá sentido si cuantificamos variables como acceso a la educación, integración de la familia, ingresos económicos de trabajo formal, posibilidad de vivienda y calidad de esta, entre otros. Todos esos factores, condicionados por el hecho de que la mayoría de la población guatemalteca es joven. Con ello, el inacceso a una vida urbana de calidad generará reacciones violentas en la búsqueda de obtenerlas. Quizá no sea suficiente con esta teoría, pero, si se hiciera el ejercicio de tenerla en cuenta, tendríamos como resultado que, en lugar de derecho penal, necesitamos generar condiciones de inclusión, desarrollo social e individual y oportunidades.
Para darle mayor profundidad al análisis, puede recurrirse a la teoría de Neil Smelser sobre desorganización social, con la cual agregamos la tensión estructural ante las ambigüedades, las discrepancias, los conflictos dentro de una sociedad (en este caso, una sociedad posconflicto y armada) y el intento de control social por parte de un poder establecido pero en crisis, es decir, afectado en su estatus por sus comportamientos corruptos. En medio de esa tensión estructural posconflicto y de esa crisis del statu quo, los jóvenes han quedado menos integrados y requieren de una institucionalidad estatal que promueva esta inclusión.
Es evidente que ningún funcionario que esté promoviendo estas ideas de pandillas terroristas ha buscado formas diferentes de atender la situación. Y es que la corrupción en los municipios donde existen más pandillas, Villa Nueva por ejemplo, no ha permitido la instalación de un desarrollo urbano en condiciones de inclusión y de mejora de la calidad de vida. Es evidente que el amplio y desordenado crecimiento de la ciudad en zonas como la 18, la 24 y la 25 promueve estas condiciones. Entonces, ¿cómo promoverlas si quienes actualmente hacen política tienen la cabeza en un contexto histórico en el cual servía aprovecharse del poder para enriquecerse y, a su vez, reprimir a la población que exige atención mediante leyes, fuerzas de seguridad y cualquier otro medio?
Finalmente, es importante incorporar en nuestro análisis un abordaje plural, es decir, entendiendo que en Guatemala no viven jóvenes, sino juventudes en condiciones de vida radicalmente distintas, y que una homologación de las formas de empezar a atenderlas sería también un error. La Guatemala de las juventudes no está incluyendo a estas en su desarrollo. Hasta ahora, solo las ha matado, encerrado y empujado a condiciones precarias de vida.
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