Durante las últimas dos semanas he viajado como nunca dentro del país. Pasan los nombres de los sitios en mi mente, como una letanía interminable. Despierto en un sitio, duermo en otro, y cuando sueño, también voy manejando.
La ruta del Polochic otra vez. Izabal, cuando llueve. La caña de azúcar creciendo en la costa. Zacapa verde por las lluvias con el Motagua voraz como una serpiente gorda.
Venía de Puerto Barrios cuando encontré un hombre caminando a la mitad de la vía. Apenas lo logré esquivar. Vi su rostro tras el vidrio anegado y parecía decidido a que lo embistieran. Era joven, sus ojos eran a penas una sombra negra, mientras el auto se acercaba peligrosamente a la orilla. Miraba fijamente el asfalto bajo el aguacero. Miraba como si fuera a encontrar algo.
Al otro día, un colega me dijo que lo habían partido en dos. Agradecí no haber sido yo y también lamenté lo que le pasó, como un testigo de un tren que se descarrila. No pude pensar mucho en ello, estaba consternado porque escuchaba en la radio las noticias de un accidente de bus en el que murieron casi medio centenar de personas.
En este país se pueden decir TRESCIENTOS MIL MUERTOS y parece ser una cifra insignificante y vacía. Pueden decir cincuenta e importa menos. Pero la voz en la radio de ese padre que perdió a sus dos hijos y su esposa, contando que prestó dinero para construirles las tumbas porque quería darles lo mejor, aunque sea en lo último, un nicho para cuidar sus huesitos, mientras se quebraba en llanto, era como si un río saliera de sus ojos y yo me ahogara en él.
Así era, mientras yo pasaba por Purulhá y afuera todo era hermoso, brutalmente paradisíaco, y la voz del hombre seguía siendo un río profundo y ancho, como el caudal donde confluye todo el desasosiego del mundo; uno, en el que me ahogaba sin poner resistencia, dejando que mi cuerpo siguiera el curso del agua hasta el océano, mientras miro Purulhá que debe ser el sitio más hermoso del mundo.
Y quisiera sentarme a escribir lo que me provoca esta tragedia y todas las tragedias grandes y pequeñas que pasan en este país, pero creo que hacerlo es entregarme a la locura. ¿Qué no escribí lo mismo sobre todas las tragedias pasadas? ¿Algo cambió después de exponer los post más dolorosos como madres que lloran a sus hijos?
Como la mujer que dijo en la tele que su hija murió en el accidente de bus en el exacto día de su cumpleaños número veintiuno; que no debía ir a trabajar como empleada doméstica, pero que quería ir, porque su patrona le daba pastel todos los años.
Podría escribir sobre esta tragedia. Podría publicar lo que pienso sobre esta tragedia. Podría guardar lo que escribí sobre lo que pienso de esta tragedia y re publicarlo cada vez que vuelvan a suceder, como el loop del horror que nunca aprendo a bailar. Porque mañana sucederá otra desdicha y esto comenzará otra vez.
Es el himno de esta Patria. Dicen ¡viva la Patria! y me parece que se invoca una voz que surge desde un megáfono para adiestrar un ejército de robots. ¿Qué clase de patria es ésta, si solo somos montoncitos de polvo que no se tocan?
Acaso si avanzáramos juntos hacia algo o la nada, da igual, pero juntos; o tuviéramos la noticia cierta de dónde venimos. Acaso si ser guatemalteco fuera reconocer en el otro algo de nosotros, un rasgo común que nos impidiera dejar a alguien fuera. Acaso eso sería algo cercano a una Patria.
Pero esto es una competencia feroz, como si todos los días se tratara de tomar una bandera, correr hasta una cima y clavarla en la punta, diciendo lo que YO soy es la patria y todo lo demás no, mientras por la montaña un alud provocado por nuestra risa borra a los otros.
Vivo en una ciudad que me ha dado todo y promete quitármelo con la misma mano. No entiendo del amor sin la amenaza velada de la violencia, lo único que sé de paz es el silencio tras una balacera. Soy lo que vive al margen de un tractor que dice traer la civilización.
Soy siempre el borde de lo que dicen es ser guatemalteco. Soy la sombra más oscura de lo que dicen que es ciudadano de este país. Vivo esperando a encontrar la manera de desprogramar a los robots que tocan los redoblantes como si fueran el ejército de zombis de Napoleón invadiendo la Reforma.
La Patria es una cárcel inmensa para la mayoría de niños que viven en los barrancos.
En la carretera a San Cristóbal Alta Verapaz, vi un tráiler halando una jaula llena de leones. Alzaban sus garras y fijaban su mirada en el bosque, como si algo en ellos estuviera siempre al acecho.
Nada me conmueve tanto como una bestia domesticada; pero el río hondo de la tristeza de un hombre construyendo una tumba para los huesos de sus hijos y una muchacha que murió por un pastel de cumpleaños con unas velitas que soplar para pedir un deseo.
¿Cuál era tu deseo, muchacha que moriste en el día exacto de tu nacimiento?
Yo no sé vivir en otro sitio, soy un adicto; pero no por eso dejo de mirar con los ojos bien abiertos cómo las bestias amenazan a diario con tomar la ciudad, el país, rasgar la ropa de las mujeres y con sus jirones hacer una bandera llena de sangre.
Soy un niño que de su nación recibe amor y violencia con la misma mano. Soy el hijo de una guerra que no cesa. Soy el ciudadano de la miseria más hermosa. Atestiguo el rugido de los dinosaurios. Soy una flor de neón creciendo en el pantano.
Y si quieren que les muestre la patria, lo mejor que puedo hacer, es dibujar el mapa de Guatemala en un charquito de sangre.
Ahí está, sobre una acera rodeado de un grupo de niños rotos, mirándolo con los ojos negros mientras olvidan todas las maneras de decir mañana.
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