Argumentos a favor de cada una de estas posiciones no faltan. «Con su instauración, la comisión de crímenes no baja», dirán algunos (efectivamente con razón). Otros, desde una posición evidentemente conservadora, alegarán que la sociedad necesita defenderse de los atropellos de los asociales, por lo que la pena de muerte es un buen castigo contra aquellos que «ya no tienen arreglo». Valga aclarar rápidamente, como marco general de esa posible discusión, que siempre, de forma infaltable, los condenados a muerte son pobres. Nunca jamás un empresario, un terrateniente, un político encumbrado o un alto jefe militar recibe ese castigo.
En estas posiciones se traslucen proyectos generales, actitudes filosóficas de fondo, aunque no se las explicite: el respeto por la vida y por la diversidad en un caso, junto con la esperanza en el ser humano, mientras que en su antípoda, donde están quienes apoyan la pena, vemos una visión conservadora de las cosas donde la defensa irrestricta del orden constituido tiene preeminencia sobre otros aspectos. En esa lógica, la propiedad privada puede llegar a ser más importante que la vida misma (existe una bomba que mata toda forma de vida, pero que deja intactas las infraestructuras).
Actitud progresista versus mentalidad conservadora son los polos de la discusión. Y la discusión, sin dudas, está instalada en la sociedad guatemalteca, tanto como otros temas igualmente polémicos, que dejan ver posiciones éticas de fondo: aborto, legalización de ciertas drogas, eutanasia, legalización del matrimonio homosexual. Ahora bien, lo que se quiere destacar aquí es el significado que tiene el hecho de pedir la implementación de la pena, tomarla como solución a la crisis de violencia que se vive. O, más aún, proponerla como una meta encomiable para una campaña política. De hecho, muchos candidatos lo hacen, incluso hasta de forma payasesca («¡los ajusticiaremos en la plaza pública!» y barrabasadas por el estilo). En definitiva, si algo puede ser sintomático de la historia nacional es por qué un porcentaje grande de la población puede ver como positivo apagar incendios con cubetazos de gasolina. ¿Por qué se puede pedir más violencia para detener la violencia? (En 2012, cuando se incendió una cárcel en Comayagua, Honduras, donde murieron calcinados alrededor de 400 reos, una investigación rápida realizada en Guatemala determinó que casi el 80 % de los entrevistados aplaudía el incendio).
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La controversia creada en torno a la pena de muerte y la relativamente amplia aceptación de que gozan los linchamientos o la tenencia de armas de fuego por parte de ciudadanos civiles nos hablan del perfil de la sociedad: ¡estamos enfermos de violencia! Cuando el ahora expresidente Alfonso Portillo reconoció en plena campaña política que había matado no solo a una, sino a dos personas, y puso esto como ejemplo de «lo que podría llegar a hacer por defender su patria», el hecho, en vez de ser condenado, aumentó su popularidad. Ello explicita el molde con que se mueve la sociedad guatemalteca: estamos convencidos de que la violencia puede resolverse apelando a más violencia. Otro presidente, ligado a crímenes de lesa humanidad —por los que, curiosamente, no cayó preso, sino que fue atrapado por ladrón—, llegó a la presidencia por prometer «mano dura» para detener la ola delincuencial.
Si el machismo patriarcal y el racismo visceral marcan la historia, ello habla de la profunda incidencia que tiene el desprecio por el otro en la construcción de los relacionamientos interhumanos. Eso no se corrige con apelaciones a la bondad, con el llamado a amarnos fraternalmente. De hecho, nadie está obligado a amar al prójimo —como si el amor fuera una decisión voluntaria—, pero sí a respetarlo.
Estamos tan acostumbrados a la violencia, la naturalizamos tanto, que hay que apelar a ella para vender. Pero debe de haber otros caminos para detener la violencia. ¡No estamos condenados a ella! Amor infinito quizá no, pero sí ¡justicia!
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