Hubo un tiempo y diversos lugares —algunos aún persisten y otros resurgen— donde la capacidad creadora no generaba meros productos y donde la pedagogía no convertía a los sujetos en mercancía. Esto último implica que existe un propósito del proceso creador y de la práctica pedagógica, un punto máximo que debe alcanzarse, con criterios establecidos de antemano. Involucra una cúspide entendida como final. Esta es la influencia del pensamiento occidental, uno que inserta la noción de la trascendencia como destino y como aspiración que guía todo proceso. Hoy el alcance de la cúspide se mide cuantitativamente y el criterio de la realización está determinado por cifras.
El quehacer artístico o creador no es más que el proceso de intercambio de saberes y experiencias propias de un contexto —progresiva concientización– y la práctica transformadora de la realidad a través de diversos lenguajes. Crear significa partir de lo que existe para re-crearlo. A partir de la indagación colectiva vamos descubriendo las herramientas para hacerlo. El arte como proceso no es lo mismo que el arte como resultado. El límite habita en el resultado. Una vez que identificamos un fin último, nos estancamos, nos concebimos como seres acabados, se acaba el arte y se acaba el aprendizaje. Se cierran las opciones de cambio. Agamben escribe que «el futuro, como la crisis, es hoy efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea agitado como un amenazante espantapájaros […] o como un radiante porvenir […], se trata en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él» [1]. Ese futuro nos hace olvidarnos del aquí-ahora. Incluso cuando lo que nos mueve es la esperanza, nos enfoca en una esperanza única y nos impide ver pequeñas esperanzas que conforman una ruta orgánica sin fin. «Solo una indagación arqueológica puede permitirnos acceder al presente, mientras que, cuando uno observa girado únicamente hacia el futuro, este nos expropia, con nuestro pasado, también del presente» [2].
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Escapar de esa carrera de entregables en la que estamos inmersos y habitar el proceso constituye un acto de resistencia. Concebir la práctica creadora y concebirnos a nosotros mismos como sujetos nunca acabados puede ser un acto liberador, que nos salva de la estabilidad como estancamiento y conformismo y que nos abre posibilidades guiados siempre por preguntas, nunca por respuestas. Entonces podemos abrir grietas, como propone Holloway, sabiendo que, «si paras de arañar la grieta, esta se cierra» [3]. Estas grietas se van abriendo en el muro de la lente totalizadora de los fines. Así, el proceso cuenta con rutas en múltiples dimensiones en las que se conjuran saberes y sentires y se entretejen prácticas-otras. Cuando aceptamos que no existe un resultado —estamos siendo, nunca llegamos a ser—, también nos abrimos a otros entendimientos de la realidad y a otros lenguajes. Somos capaces de convocar conocimientos subordinados que nos permitan, en las palabras de Jacqui Alexander, «desestabilizar las prácticas existentes de conocer y cruzar las fronteras ficticias de exclusión y marginalización» [4]. Superamos la racionalidad, aprendemos a abrazar una retórica de la repetición y a hacer una exploración en forma de recordatorios como sucede en el Rabinal Achí, donde la oralidad y la danza posibilitan la inclusión de diferentes perspectivas en un solo diálogo y muestran distintas interpretaciones de una situación que es posible ver desde fuera de la mirada del poder. El arte puede constituir, en este sentido, una forma de desobediencia epistémica.
Es en la práctica, y nunca en el resultado, donde somos capaces de reconocer las dinámicas de nuestra propia existencia, donde como relámpago se nos presenta el conocimiento —revelaciones que aparecen de golpe y de golpe se van transformando—. Habitar el proceso nos permite poner en práctica el nomadismo, vivir más intensamente nuestra vida, conquistar pequeñas esperanzas y realizar una indagación auténtica, como aquella al centro de nuestro impulso creativo y como motor de la pedagogía.
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[1] Agamben, G. (2017). «Che cosa resta?». Quodlibet. Recuperado aquí.
[3] EZLN (2015). El Pensamiento crítico frente a la hidra capitalista I. Pág. 201.
[4] Alexander, J. (2005). Pedagogies of Crossing: Meditations on Feminism, Sexual Politics, Memory, and the Sacred. NC: Duke University Press. Recuperado aquí.
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