A mí también me resultan a menudo indistinguibles los sábados de los lunes, o las constelaciones de los celajes. Ni cítaras ni gaitas. Escucho murmullos percutidos en el seno de un parlamento de lenguas muertas.
Es, sin embargo, diciembre. El “mes más lindo del año”, según el evangelio de los creativos de nuestro tiempo. Y tal vez lo sea. Tal vez fulgure como el mes más lindo para el comercio y la niñez. Y para muchos adultos dispuestos a dejarse el crédito en la boca de su déficit, o el hígado al amparo de los tragos, o el colesterol al mando de sus arterias. Matizo: no hablo tampoco de toda la niñez, pues Guatemala ni siquiera es capaz de alimentar a sus hijos más desprovistos, y Haití no dista demasiado en insolvencias. Diciembre, diciembre… Mes de embustes con barba blanca; época de cadáveres de árboles “nevados” en esquinas hogareñas de los trópicos.
Llevas razón, Carmen; esto es absurdo. Pero es absurdo no solamente el desenfreno consumista, sino la causa misma que origina ese mismo desenfreno. El cristianismo ha reclamado para sí una festividad que, en principio, no le pertenece. Agonizaba el siglo IV de nuestra era, cuando Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, proclamó en Antioquía que el natalicio de la figura central de su credo debía conmemorarse el 25 de diciembre (imperaba entonces el calendario juliano). Juan Crisóstomo, el antisemita. El mismo “doctor de la Iglesia” de cuyo vergel retórico brotó este nardo de la misoginia universal: “De todas las bestias salvajes, la mujer es la más nociva”. Y a este santo varón lo llamaban “lengua de oro”.
¿Por qué no se produjo en la mente de Ionesco o Pirandello la idea de consagrar la Navidad como el auténtico homenaje al teatro del absurdo que ya es? Es absurdo que el cristianismo planetario festeje ahora no el nacimiento de su Cristo, sino el de su antiguo y altivo rival en el mundo clásico, el Sol Invicto, asociado también con el culto indoiranio de Mitra. Así, conviene cuestionar qué se celebra en realidad el 25 de diciembre. La Antigüedad grecorromana lo tenía muy claro: era el solsticio del invierno boreal, tiempo de restauración y de luz, cuando cejan las penumbras porque los días se hacen más longevos en su perenne caravana de horas mudas.
Saturno, el dios padre de Júpiter, también era objeto de un culto especial por aquellos días. Las fiestas que lo honraban, las Saturnales, se distinguían por sus opíparos banquetes, sus cánticos de júbilo y sus intercambios de regalos. Asimismo, los dendríforos, sacerdotes de aquel dios, portaban coronas de muérdago y acebo en festiva procesión. ¿Coincidencia? No: suplantación. Enmascaramiento. O plagio. Así que, de coronas de Adviento, nada. Sumemos a todo esto las historias de un obispo licio que era benefactor, la mitología de los elfos nórdicos y la decoración de los abetos germánicos, y el resultado es esta pamplina sincrética que llamamos Navidad. Queda, por supuesto, el Polo Norte, que viene a ser algo así como Disneylandia en esteroides, pero varios grados bajo cero.
Si bien querría creer que la palabra “Natividad” deriva de la terna de étimos por ti recogida (“nacimiento”, “vida”, “para ti”), me temo que la lingüística diacrónica nos ofrece un dictamen menos místico al respecto, y que poco tiene que ver con paronimias, cognados u otras proximidades fonéticas. En efecto, “Navidad” es una forma sincopada de “Natividad”, pero este vocablo proviene no de “nativitate”, caso ablativo del latín, sino del nominativo “nativitas” (genitivo: “nativitatis”, tercera declinación). A su vez, es de notar que el nombre “nativitas” procede del adjetivo “nativus” (original, innato, nativo, natural, no artificial, hecho por la naturaleza) y del sufijo “-itas”, el cual designa cualidad o estado de ser en sustantivos abstractos formados a partir de adjetivos. En suma, la voz “natividad” significa en estricto rigor el acto y el resultado de nacer, sin carga semántica alguna que indique necesariamente la gratuidad de la existencia para nadie. Que por antonomasia nos refiramos a la “natividad” como al nacimiento de un dios-niño, y que asignemos el atributo de dador de vida a este héroe mito-poético, esa es ya otra partitura.
Otras ironías: los villancicos más populares de la modernidad anglosajona han sido compuestos por judíos. Por judíos, esos sempiternos sospechosos de deicidio, milenariamente perseguidos por una cristiandad a la que han tenido que servir en lo teológico y humillarse en lo político. Mas dejemos este reproche para una menos gozosa circunstancia. Por mi parte, yo no me juzgo ni mejor ni peor persona por no capitular ante la euforia del consumo. Allá cada cual con sus placebos. Y el mío es este: tomar esta celebración por lo que es, es decir, un pretexto metabólico y risueño para estar con quienes quiero. Nada menos. Nada más. Y en esto reparo cuando la enorme pícea noruega que relumbra en el centro Rockefeller me recuerda que la Navidad se acerca más a sus orígenes, cada vez con mayor ahínco, a fin de tornar a ser lo que siempre fue: una fiesta pagana.
Abrazos abrigados,
Ramón
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