“¡Ay Dios! Qué duro es tener que creer que
Tzuul-tak'a no existe, no existió, ni existirá.
Si está allí en el siguán, si está en el cerro,
si se le oye en el trueno, si se ve su luz en el cielo...
¡Ay Dios! Qué duro es creer que Tzuul-tak’a no nos escuchará más
y que ya no escuchará nuestro llanto"
Lamentación Q'ueqchí. Siglo XVI.
(Estrada Monroy, A: Vida Esotérica Maya Kekchí. Serviprensa 1993)
El Motagua corría al lado de la carretera. Tras los breves cerros, el sol comenzaba a aparecerse. Algunos pájaros sobrevolaban el río, mientras nosotros acelerábamos. Nos detuvimos dos veces: una para comer empanadas recién salidas del comal en Pasabién, y la otra, para abastecer combustible en Zacapa. No nos detuvimos hasta encontrar el otro afluente, “el Río Dulce”.
Pasamos sobre un enorme puente, mirando los astilleros, los hoteles y la gente darse chapuzones en el agua clara. Luego cruzamos por un breve mercado y tomamos rumbo hacia el norte, donde las siembras comenzaron a uniformarse al igual que el terreno: ahora eran sólo planicies y rectas que nos permitían ir aún más rápido.
Abrí la ventana del auto por un momento. Una ráfaga de viento tibio se dejó venir sobre mí. Decidí que era mejor de esa manera. El aire acondicionado me daba una sensación de ahogo y no me permitía sentir el olor de fuera que era esa mezcla entre piel de animal y hierbas.
Encontramos el cruce hacia el Estor. Se trataba de una carretera sinuosa, entre pequeñas montañas. Encontramos pocos vehículos atravesándola. Quizá tan sólo un par. Había mucho llano despoblado, lleno de maleza, muy pocos árboles e infinitos cercos de alambre espigado dividiendo los terrenos.
No varió mucho el paisaje hasta llegar a El Estor, un pueblo pequeño, con muy poca gente en las calles. Quizá era la hora, cercana al mediodía. Un rótulo confirmó que íbamos en el camino correcto. Verde, oxidado en las esquinas, con la letra borrosa por la corrosión, se sostenía a penas, informando que por ese camino se llegaba a Cobán, cabecera. Nosotros íbamos a Panzós. Tan sólo decirlo se me hacía cansado, lejano, selvático.
Las pocas noticias que tenía del lugar eran todas terribles. Hace treinta y cuatro años hubo una masacre ahí. Miembros del ejército estaban apostados en la municipalidad esperando a un grupo de campesinos que llegarían a reclamar tenencia de tierras. Una de las dirigentes era Mama Maquín, una mujer decidida que llevaba un título de tenencia legendario y una carta donde manifestaban sus peticiones al alcalde.
Los testigos dicen que de inmediato abrieron fuego contra ellos en aquella plaza. Había niños y muchísimas mujeres, desarmados todos. No se sabe cuánta gente murió. Los trasladaron hacia una fosa común que habían cavado días antes en el cementerio. Casi treinta y dos años después, la gente del lugar lo recordó en un mural que hicieron en el salón municipal, donde Mamá Maquín aparece aún sosteniendo su pliego de peticiones jamás atendidas.
Es todo lo que sabía de Panzós. Y que iba a buscar a alguien entre la nada. No parecía algo fácil. Pasado el Estor, nos desviaron hacia un camino vecinal muy angosto, que cruzaba sembradíos. Pensé que estaba en el fin del mundo. Pero rápidamente reconocí mi fallo: aquello no podía ser el fin, sino el inicio del mundo. La vida ahí no parecía terminar de brotar.
Lo supe en cuanto volvimos a la carretera y vi el lago de Izabal al lado izquierdo. Estábamos rodeados de tierra sin cultivar, cercada, a la orilla de una playa que nadie recorría. Una inmensa masa de agua azul que parecía dormir un sueño profundo, mientras el camino, que ahora era de terracería, era todo piedras sueltas y nubes de polvo llegando hasta las montañas boscosas entre las que se veía una espectacularcaída de agua.
Pronto llegamos a un puente, el Cahaboncito. Se parecía mucho a uno que ví en algunos sueños que tuve hace un tiempo, en los que cruzaba el puente y justo cuando iba por la mitad, se caía. Solía despertar cuando las cosas sueltas comenzaban a flotar dentro del auto, en plena caída.
Esta vez, le pedí al piloto que se detuviera para mirar el río. Era el Cahabón. No pude decir mucho estando ahí envuelto en el silencio que sólo se interrumpía por el sonido del agua corriendo bajo el puente. Hacía rato que tenía la misma sensación abrumadora. Primero tuve la impresión de estar en un sitio abandonado. Pero luego me di cuenta que el lugar estaba lleno de una vida distinta a la que conozco, una más silente, misteriosa, mucho más profunda.
El puente era una construcción de acero amarillo, desde donde miraba el agua verde esmeralda, partiendo la roca y la montaña como una verdad absoluta. Pasaron un par de minutos antes de que me subiera de nuevo al auto. Entonces seguimos en el camino, encontrándonos de pronto con otros afluentes más pequeños de colores cobrizos.
Ocho horas después de haber dejado la capital, llegamos a Panzós. Hacía un calor infernal. El pueblo era pequeño, pocas calles asfaltadas, algunas tiendas y mucha gente rondando. Varios anuncios recordaban que ahí era el puerto fluvial. Es decir, que ahí terminaba todo el café, cardamomo y demás producción agrícola de las Verapaces y zarpaba, río abajo, hasta llegar a Livingston, donde los barcos transatlánticos hacían lo suyo.
Dicen que hubo gloria ahí. Dicen que hubo épocas doradas llenas de alemanes manejando máquinas y vacacionando. A mí eso me huele un poco a lo de siempre, que es nada. Prefiero escuchar la historia del Ch’ol winq, ese personaje que representa al habitante que nunca fue conquistado y vive en las montañas. Al que se le respeta y teme. Y quizá ese sea el símbolo que contiene esta tierra de mejor manera: está el engaño de pensar que es ya de este siglo, con sus rótulos luminosos, teléfonos de ocho dígitos y autos atravesando los caminos. O de un parque acuático con toboganes, rojos brillantes, en medio de los maizales. Pero no, es tan sólo un engaño. Acá hay algo que nunca sabremos y tiene que ver con la montaña. Esas donde vivieron refugiados los sobrevivientes de la masacre.
Hicimos la tarea en Panzós. Fue al final todo muy rápido gracias a que la gente es muy amable. Con los colegas decidimos que lo mejor era seguir hasta Cobán. En teoría era más cerca. Así que salimos de ahí a encontrarnos con la ruta 7E, o para ser más precisos: el camino que recorre uno de los sectores miserables del país. Lo dice el informe de SEGEPLAN, hay tan poco acceso a servicios básicos ahí, que la mortalidad infantil es mayor, por ejemplo, dada la ausencia de hospitales en la región, aunado a un camino poco transitable. Que los niños se mueren antes de llegar al hospital. Y así podríamos seguir.
Lo último lo entendí cuando llevaba horas entre nubes de polvo, en una ruta maltrecha que parecía nunca acabar. Pasé por sitios que jamás imaginé conocer: Telemán, La Tinta, Tamahú y Tucurú. Todos al lado del Polochic, un enorme afluente que nace de las montañas en Alta Verapaz.
Nos detuvimos un momento porque estábamos a punto de perder la paciencia. Había un puesto de comida y pensamos comprar. Una mujer se nos acercó y nos habló en lengua. Alcancé a escuchar que decía Tucurú. Supuse que deseaba que la llevásemos junto a otras mujeres en la parte trasera del vehículo. Nos pareció que era demasiado peligroso y le tuvimos que explicar que no era posible. Ella seguía hablando, mirándonos con cierta condescendencia, como si fuésemos unos niños. Entonces se volvió a sentar bajo un amate enorme, mirando el camino, con una sonrisa de incredulidad.
Salimos de ahí y seguimos. Subíamos por montañas majestuosas, por curvas angostas que colindaban con desfiladeros muy hondos. El sol ya se ponía. Había estado casi todo el día en ruta. Estábamos cansados, nos turnábamos para manejar. Prometí que yo lo haría al llegar a Tactic.
Finalmente, el calor cedió y también el camino. Llegamos a la carretera y casi beso el asfalto. Dos horas y media a toda marcha entre el polvo. Llevábamos los cristales cerrados pero aún así al sacudirme el pantalón se desprendían nubes de tierra.
Tomé el volante y empecé a manejar. Era ya de noche. La montaña espesa amenazaba con volverse impenetrable al levantarse la niebla. Las luces del vehículo no daban para tanta oscuridad. No sentía miedo, sentía respeto, como todas las veces que he transitado en el lugar. Sé que está lleno de cosas que no entiendo, pero que me gustaría comprender.
Imagino la cantidad de agua en las montañas, como una fuente furiosa. Es vida que emana de ella y que se esparce por todo el valle que acabo de transitar. Es también una vida que nos deja y se nos escurre entre los dedos hasta llegar al mar, donde se confunde con un misterio aún más profundo. Sin embargo, sé que en este sitio, la gente sabe algo que nosotros no. Sus miradas los delatan. La forma en la que aún con tanto dolor y miseria, siguen habitando el valle. Me parece asombroso: el río parte la piedra y la montaña, pero no su espíritu.
Quizá sea porque la gente de ahí entiende cómo armonizarse con la vida y con la muerte. Quizá tan sólo fluyan. No lo sé. Son cosas que tendré que resolver el resto de mis días.
Mientras salíamos de esas montañas, antes de bajar hacia el Motagua, vimos un valle sobre unas montañas. Era como una corona de fuego sobre los cerros, hecha por luz naranja.
Supongo que se trata de la capital. Algo tan opuesto a eso que dejábamos y que parecía tan sólo una visión escondida tras las montañas. Una vida silente, como la del agua corriendo, profunda, muy honda, dando vida y llevando lejos la sangre, al mar, donde inició todo. Que de ahí fue donde salió mucha de la gente que caminó hasta la capital para repetir lo que pasó en Panzós, con todo su silencio y su misterio.
Es que no dejo de pensar que del agua de esas montañas alimentan hasta las olas del océano; pero no damos nada a cambio, salvo horror y olvido. Quizá eso ya sea una deuda que jamás terminaremos de pagar.
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