Desde que llegué por primera vez a Centroamérica hace ahora exactamente seis años, siempre estuvieron ahí. Los recuerdo sonando en la sexta avenida de la Ciudad Guatemala, antes de que trasladasen a los vendedores a El Amate; también en muchas camionetas, y de vez en cuando en la radio de algún carro que pasaba por alguna calle de, digamos, la cabecera departamental de Huehuetenango. De Guatemala siempre me sorprendieron tres cosas: que la gente señalase con los labios, que muchos hombres –sobre todo los brochas de los buses– se levantasen la camisa para enseñar su panza en medio de la calle, y esa extraña fascinación con la Creedence, una banda tan profundamente estadounidense, buenísima, pero olvidada en casi cualquier otra parte del mundo.
La Creedence me acompañó desde Guatemala, hacia al Sur durante nuestro viaje en Guatemala. Nos la encontramos primero en El Salvador, una mañana en las laderas del cerro de Guazapa, muy cerca de Suchitoto. Nos habíamos bajado de la bicicleta para ver los restos de una iglesia que fue quemada y destruida por el Ejército durante la guerra civil. Estábamos leyendo en una placa los nombres de las personas que fueron ejecutadas allí hacia 1980, cuando desde una casa humildísima comenzó a tronar una canción de la Creedence. El joven que vivía en aquella casa campesina tenía un aparato de sonido capaz de torturar a todo el vecindario. Después, la banda volvió a parecer en Nicaragua. Subíamos por una tortuosa carretera hecha pedazos entre San Ramón y la cabecera departamental de Matagalpa. De una casa hecha con tablones de madera, con piso de tierra, y unas cuantas gallinas revoloteando frente a la puerta, comenzó sonar la Creedence. No puedo recordar más ocasiones con detalle, pero juraría haberlos escuchado también en Honduras, y por su puesto una vez de vuelta en Guatemala. Siempre la Creedence.
La banda me sigue ahora hasta Nueva York y me hace pensar en lo que dejo atrás. Imagino a la Creedence sonando en los campamentos de las guerrillas centroamericanas hace ya muchos años. También entre los soldados que combatían a esos guerrilleros, sonando en los helicópteros Huey –siempre donados por los Estados Unidos– o en transistores en medio del bosque. La Creedence seguro sonó en las aldeas de altiplano guatemalteco, la noche antes de que el Ejército llegase a exterminar a todos los vecinos, o entre las filas de la Resistencia Nicaragüense mientras el Ejército Popular Sandinista los cazaba por la selva durante la Operación Danto 88. La Creedence sonó la mañana en que muchos centroamericanos se fueron a los Estados Unidos para no volver nunca más. O cualquier tarde en la que las mujeres de una familia campesina se juntan para desgranar elotes. Imagino a la Creedence sonando en los celulares de los jornaleros adolescentes que caminan al borde de la carretera con el machete en una mano y el teléfono en la otra mientras se dirigen a alguna finca de café. En los mercados, en las terminales de buses. En un taxi blanco que atraviesa a toda velocidad las séptima avenida de la zona 1, a media noche, bocinando en cada cruce.
Imagino que las canciones de la Creedence han presenciado tanto. Imagino que podrían servir para contar tanto. Tantas vidas. Mi vida.
He viajado casi diez días seguidos hasta llegar aquí, a Nueva York. Trate de alejarme de Guatemala lo más lento posible y por eso quise llegar a esta ciudad exclusivamente por tierra. Hacerlo en bicicleta no fue posible, tampoco que esta vez también me acompañase Pilar Crespo. Me fui de Guatemala una mañana de sábado, en un día de canícula de agosto. Había bruma de las seis y media de la mañana en la 18 calle. Los vendedores de shucos ya picaban col en sus carreteras. Todo seguía su curso inexorable. Al ir descendiendo hacia la costa, vi que la milpa (poca) estaba ya floreciendo y la caña de azúcar (mucha) alcanzaba los dos metros. Yo me iba, y me sentía solo. Estaba en un bus con el aire acondicionado gélido. No encontré rastro de la Creedence.
No sé si contarles cómo fue mi viaje, cómo cruce México y los Estados Unidos. Creo que por el momento ya hablé demasiado. Además, no hay nada que pueda igualar lo que ya les contamos, nuestros días de la bicicleta.
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