Frente a mí, un tiburón abre sus fauces como el animal enorme y violento que es, emergiendo sin aviso de las aguas azul oscuro en la pantalla de la televisión. Música incidental. Nervios. Crujidos de madera al ser devorada por el animal. Cuando vi por primera vez esas escenas un temor profundo a los tiburones nació en mí. Un temor infundado, claro, porque era poco probable que a los seis años me embarcara y encontrara un tiburón de tal dimensión. De hecho, había ido pocas veces al mar.
Hay algo excitante en el miedo, por eso lo usamos de entretención en las películas. Esa sensación de riesgo y la adrenalina como respuesta. Recuerdo que alguna vez me lancé de un puente, amarrado con cuerdas de escalador. Deportes extremos. Es uno de los días más memorables de mi vida. Pero digamos que en este caso, el miedo es resuelto de manera inmediata, tiene una respuesta clara porque tiene un origen cierto. Dejé de temer un ataque furtivo de tiburón, cuando contabilicé las posibilidades de que llegara uno hasta mi casa. Mi temor a saltar al vacío disminuyó lanzándome. Fin del miedo.
Pero qué sucede con los miedos a cuestiones indeterminadas, abstractas. Joanna Burke, quien ha estudiado el miedo teóricamente, apoya la existencia de dos clases de percepción del mismo: el estado de miedo, en el que el miedo es algo externo a ti, identificable, y el de inquietud (anxiety), en el que ese miedo está dentro, no se concreta, fluye. Eso tiene un aspecto político, porque en el miedo externo puedes combatir la causa, o huir, pero en la inquietud no puedes identificar al enemigo. Ese miedo, entonces, es fácilmente manipulable con chivos expiatorios: los musulmanes, los inmigrantes. El chivo expiatorio permite convertir la inquietud en miedo externo.
Esa inquietud, basada en la indeterminación del enemigo es con frecuencia usada en la política como parte del discurso para justificar medidas agresivas. Ya desde la Antigua Roma, se reconoció al miedo como una causal de inculpabilidad en los delitos. Situación que es recogida como propia en nuestro Código Penal. Ello significa que quien demuestre haber cometido un delito a causa del miedo, queda exento de responsabilidad. En términos más precisos: la ley considera que el miedo puede volverte agresivo y está bien.
El Gobierno tiene el monopolio de la fuerza, posee para ello armamentos y personal que hace cumplir la ley. Es decir, que en un estado de ansiedad colectivo, el gobierno debería ser el que calme esos miedos a través de políticas que combatan al enemigo identificado.
¿Pero cómo se identifica al enemigo y quién lo hace? Lo hace el mismo gobierno. Burke, afirma que la utilización de los medios de comunicación como proveedores del miedo es un hecho frecuente en los gobiernos occidentales. A través de ellos se disemina un mensaje que alarme o inquiete, ya sea en la forma de presentar la noticia o en el discurso que manejan las autoridades, o bien en ambos. El miedo se convierte en un medio de control social para orientar a la población a cumplir los designios del poder.
Al respecto, basta con mirar las publicaciones que han hecho recientemente los medios sobre el conflicto entre los vecinos y la empresa minera; mismo que llevó a la declaratoria del Estado de Sitio en los municipios de Mataquescuintla y la cabecera de Jalapa, en Jalapa; San Rafael Las Flores y Casillas, en Santa Rosa. Por un lado, se retratan situaciones caóticas, como la quema de vehículos policiales, el asesinato de uno de los agentes, hecho por demás lamentable; pero por el otro, se deja a un lado el verdadero problema: los argumentos de oposición a la mina y los ataques que sufrieron los pobladores por parte de la empresa.
Al declarar el Estado de Sitio, el presidente ha dicho que no lo motivó el conflicto de las minas, sino cuestiones relativas a la seguridad. Hay bastantes razones para dudar de su palabra. Establecer el orden y cuidar la vida de los guatemaltecos, parecen fundamentos demasiado obscuros y opacos por generales.
¿A cuál orden se refiere el presidente cuando dice que lo restablecerá? Supondré que al imperio de la ley. ¿Pero, de cuál es esa ley? Cuando el espíritu descolonizador invadió América, las independencias de las Repúblicas fueron un virus indetenible. Guatemala no fue distinta de sus hermanas americanas. Se declaró independiente, pero continuó utilizando la Constitución Española, una ley que favorecía la colonia, aún cuando era una república descolonizada. Es decir, que jamás se pretendió formar un país donde todos fueran iguales ante la ley o tuvieran el mismo acceso a oportunidades al fundar esta nación. De hecho jamás se ha hecho, salvo tímidos intentos de emancipación.
A lo largo de su historia, desde la Constitución de 1825, los mismos grupos minoritarios que ya sostenían el poder durante la colonia, dictaron las leyes. No existe tal apertura democrática, lo cual se refleja fácilmente en el voto indígena, aprobado más de un siglo después de la independencia del país. Al respecto, Irmalicia Velásquez Nimatuj, confiesa: “Es doloroso leer las discusiones registradas en los Diarios de Sesiones de las Asambleas Legislativas que mantuvieron los constituyentes en 1944-1945 y 1964-1965 sobre si se le otorgaba o no al analfabeta, que en su mayoría era indígena, el derecho al voto. Fue evidente que el problema no era en sí los analfabetas porque habían analfabetas ladinos, a quienes colocaban en otra categoría, el problema era que los indígenas por ser diferentes eran bárbaros e incivilizados y necesitan de la tutela ladina.”
Las leyes hasta entonces habían sido dictadas descaradamente, por y para una minoría. Una explicación sencilla: cuando la primera constitución del país regula el derecho "de" propiedad y no el derecho “a” la propiedad, lo que está haciendo es legitimando la posesión de los bienes al momento de dictarse la ley, blindándolos de tal manera, que quien no posea bienes, no tiene derecho a acceder a ellos, salvo lo que pierdan quienes los poseen, lo cual es virtualmente imposible o bien, de suceder, será en porciones insignificantes.
Pero cómo se harían cumplir leyes en beneficio de una minoría: a través de regulaciones que legitimaran también el uso de la fuerza. Y la fuerza se legitima con el miedo. Entre estas leyes, está la ley de Orden Público, surgida como respuesta al conflicto armado, durante el gobierno de Peralta Azurdia, un militar que modificó las principales legislaciones del país, entre ellas: el código penal, el código procesal civil, el código civil y el código de comercio. Es decir, que un gobierno autoritario, militar, recordado por la CIA como el primer gobierno latinoamericano que favoreció la primera desaparición forzada masiva, dictó la legislación que aún rige la vida de los ciudadanos y sus negocios más de medio siglo después. No me adentraré aún a favor de quién lo hizo.
La ley de Orden Público se basa en la premisa de las amenazas. Una amenaza se erige como un peligro inminente. Tan grave tiene que ser, que el lugar donde se aplique la ley se convierte en una cárcel. Se le privan derechos a la población en general, para detener a una minoría. Es una ley del miedo. En este caso, han dicho que se trata de secuestros y asesinatos. Claudia Méndez y Carlos Mendoza, en su reportaje Siete mitos sobre la violencia homicida, mencionan el volumen de asesinatos colocando a Santa Rosa y Jutiapa en el cuarto y sexto lugar respectivamente, de sitios con mayor número de asesinatos por cada cien mil habitantes. De ser real el interés de evitar este tipo de crímenes, el primer estado de sitio debió haberse decretado en Chiquimula, Escuintla, Zacapa y Guatemala. Sin embargo, fue impuesto en el sitio donde había problemas por una mina.
Volviendo a los números, Cabi, una empresa sin filiación política dedicada al análisis de datos, anunció recientemente que la violencia homicida por primera vez en tres años ha tenido una tendencia al alza. Eso preocupa. La respuesta del gobierno ante ello: mandar tanques a proteger una mina. Porque los negocios son vitales para el país. Pero no su negocio estimado lector, o el mío, sino el de un pequeño grupo de personas cuyo socio principal es el mismo gobierno.
Así las cosas, no parecen sorpresivas, más bien llevan a la misma decepción: la campaña presidencial del Partido Patriota se basó en la política de Mano Dura. Un término que usó por primera vez Arana, quien también era amigo de los estados de sitio, según afirman los cables de la CIA.
Aquí tenemos una verdad asomándose frente a nosotros: el miedo de hace cincuenta años es el miedo de ahora, retocado. El discurso del terror se convirtió en un spin infinito que nos quiere hacer vivir en un eterno presente: la Colonia. Donde privar de derechos a la población en pos de defender intereses de una minoría es aceptable. Porque claro, esta es una colonia, recalco: una donde usted y yo valemos mucho menos que el oro para la política.
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