En 1954, Mario Andrade todavía no había llegado a ser reconocido como uno de los primeros —y más importantes— activistas contra el VIH en Guatemala. Caminaba con su tía por la calle, cuando, para sorpresa de ambos, empezaron a apedrear a un hombre en una esquina por ser homosexual. Rubencito, la víctima, era dueño de una colchonería en las inmediaciones del Mercado Central. Y aunque llegó a morir de viejo muchos años después, sus heridas son las de muchos otros miembros de la comunidad LGBTIQ que ha sido víctima de la violencia y de la exclusión.
Sembrar en piedra
El principal enemigo de Mario no fue la violencia física. Pero, en el contexto de la proliferación del VIH, él y sus colegas empezaron a cuidar enfermos y ayudar a muchísima gente a morir con dignidad, pues el contexto era de total indiferencia hacia los afectados. En ese entonces se descontaba el sida como la enfermedad exclusiva de la población gay y había absoluto desconocimiento sobre cómo prevenir y tratar a los pacientes.
Andrade y algunos infectólogos pioneros como Eduardo Arathoon y Carlos Mejía empezaron a agenciarse fondos para dar una atención más integral y trabajar en prevención. Y su trabajo abrió brecha para que surgieran otros espacios como la Organización de Apoyo a una Sexualidad Integral frente al Sida (Oasis), entonces bajo el liderazgo de Rubén Mayorga, y el Colectivo Amigos contra el Sida (CAS), que hoy hace una labor encomiable diagnosticando y atendiendo a pacientes con el virus.
La memoria histórica pasa por nuestros cuerpos
Desde 2004, cuando 17 mujeres trans se organizaron por primera vez, la intención de ellas ha sido buscar donaciones para las cajas fúnebres con las cuales enterrar a sus compañeras. Entonces, como ahora, las personas trans peleaban contra una exclusión absoluta de sus familias y del sistema educativo, laboral y de salud, de manera que se veían limitadas al trabajo sexual.
Pero esas mujeres han peleado sus espacios con enjundia. Y las 17 que construyeron la que hoy es la Organización Reinas de la Noche (Otrans) abrieron importantes espacios para la incidencia local, nacional e internacional que hoy están construyendo.
«La memoria histórica pasa por nuestros cuerpos». Y nunca es tan cierto como cuando Adriana Muñoz, una de esas 17, recuerda a sus otras 15 compañeras que han muerto a manos de la violencia o de la enfermedad.
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Tejidos rotos
Estas organizaciones, como otros colectivos, han permitido atender a las personas LGBTIQ en asuntos relacionados con salud o con apoyo legal y psicológico e incluso migratorios. Pero no se ha tenido igual éxito en generar mecanismos para garantizar el cumplimiento pleno de sus derechos humanos.
Parte de la reflexión histórica es explorar por qué no se han logrado articular esfuerzos dentro de la comunidad, pero sí con otros sectores —mujeres, pueblos indígenas, personas con discapacidad y otros—. Claudia Acevedo, de Lesbianas Liberadas, señala: «Nos falta todavía adoptar una visión transformadora para cambiar el sistema». Y para eso hay que despojarse de elementos de racismo, clasismo, machismo y apatía por la política que hasta ahora atraviesan al movimiento mismo.
Hacer historia también es explicar la que casi siempre es una incómoda narrativa sobre cómo llegamos acá. Y lo cierto es que las mujeres y las personas trans no encontraron cabida en espacios que habían sido construidos por hombres y para hombres, por ejemplo, y por eso se desgranaron en otros movimientos sectoriales.
Hilos nuevos
Conocer nuestra historia es esencial para construir sus próximos pasos. Hemos llegado hasta acá porque nos antecedieron valientes que han puesto el cuerpo y allanaron el camino para las nuevas generaciones: Rubencito, las miles de víctimas anónimas del sida, las decenas de homosexuales y travestis que persiguió el Estado como parte de su proyecto de guerra —eliminar al enemigo interno— y las personas LGBTIQ que siguen siendo asesinadas hoy en día y con total impunidad. A ellos nos debemos.
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