Mis vecinos se entretienen con los concursos de canto en la TV. Suben el volumen y aplauden cuando su favorito canta. Es un entusiasmo envidiable. Cuando paso frente a su apartamento no puedo negar que su alegría es contagiosa.
A mis vecinos no les gusta hablar de política. Es un tema que evaden continuamente. Eso y religión. Cuando les hablo, por lo general la charla va sobre la jardinización del condominio, sobre la defectuosa administración que tenemos y sobre algún vecino que alguna vez hizo un escándalo. De ahí no pasa.
Entiendo su desinterés por la polémica. Quizá lo que no entienda del todo es esa distancia que creen tener entre ellos y el poder político. Siempre evaden el tema porque dicen que no les toca, que eso es para la gente que le gusta meterse a cosas. Sin embargo, es una forma muy inocente de ignorar que estamos rodeados: hay una ley que regula la señal satelital donde reciben su programa de concursos, hay una ley que regula el volumen al que pueden escuchar el programa, hay impuestos a esos productos y un ministerio encargado que autorizaría un concierto si decidieran venir a Guatemala sus ídolos. No se salvan.
Esa distancia entre uno y el cuerpo orgánico de la política es inexistente. Uno forma parte del sistema, como ciudadano que es, sujeto a sus normativas y fronteras. Lo que uno hace al desentenderse de la política es delegar la toma de decisiones en otros, sin que necesariamente esas decisiones sean pensadas para el beneficio en general.
El poder público debería ser accesible para cualquiera que se interese en servir. En un país democrático, las distintas voces de sus ciudadanos debiesen ser escuchadas y capaces de lograr mejoras, sin demasiado requisito o trámite. Sin embargo, este país, con una gran tradición dictatorial, no es un buen ejemplo de participación ciudadana.
Por un lado, el asesinato de políticos durante el siglo XX fue tan común, que de inmediato las actividades partidarias fueron un sinónimo de peligro. ¿Quién quiere otro sacrificio sangriento después de tantos? El miedo es la primera barrera para hacer algo más que el voto.
Los medios de comunicación, constantemente utilizan un lenguaje peyorativo para fijar en la política del poder público una imagen corrupta, oscura, ambigua, deteriorada. Y aunque también haya mucho de cierto, no podrá negarse que entre esa creación imaginaria, sitúa a la política del lado del mal y a la prensa, o entidad denunciante, del lado del bien. Participar es ensuciarse las manos, es el mensaje.
Si una persona logra saltar esas dos barreras, el miedo y la apatía y decide participar en la vida política del país ¿realmente puede hacerlo? ¿Ofrece nuestro sistema una apertura democrática? Me parece que no. Me explico: si bien los puestos de poder locales, las alcaldías, son una excepción, la presidencia y el congreso son prácticamente imposibles, a no ser que se cuente con una alianza con el poder económico.
Los alcaldes pueden ser postulados por comités cívicos, una especie de asociación ciudadana que no exige demasiados requisitos para existir. Sin embargo, para los cargos de presidente, vicepresidente y diputado, solo un partido político puede postular al candidato.
¿Y qué hay de los partidos políticos en Guatemala? Nada, eso hay. Su esperanza de vida es corta, tanto como dure su candidato en el poder; su ideología, nula y su apertura democrática, inexistente.
Martínez Rosón, lo pone en términos claros: “El porcentaje de ciudadanos que afirman identificarse con un partido político es extremadamente bajo. Los resultados de la última encuesta del Barómetro de las Américas señalan que el 81,7% de los guatemaltecos no se identifica con ningún partido político. En tercer lugar, el grado de legitimidad de los partidos (como instituciones inherentes a un sistema democrático) que otorgan los ciudadanos guatemaltecos también es muy bajo en comparación con otros países de la región Más del 40% de los guatemaltecos cree que puede existir la democracia sin partidos políticos. Finalmente, en cuarto lugar, el grado de institucionalidad logrado por los partidos es muy bajo. La mayoría son dependientes de un líder o un círculo cerrado de personas que subordinan la continuidad de un partido a los intereses de ese grupo.”
Un partido político para inscribirse necesita entre otras cosas, contar con un número de afiliados equivalente al 0.30 por ciento de ciudadanos inscritos en el padrón electoral, de los cuales al menos, la mitad sepa leer y escribir. Es una cantidad enorme. El último padrón electoral superaba los siete millones de ciudadanos. Ello significa una inversión enorme de capital para poder cubrir la organización de tantas personas.
Es decir, es inevitable recurrir al poder económico del país para formar un partido. Y quien paga la música decide cuándo y cómo se baila. Los partidos políticos, soporte para el héroe que nos salvará del caos, se convirtieron en avatares del poder que los sostiene. Nacen para vivir un período muy corto de tiempo, y su ideología es simple: simular ser la respuesta para las demandas temporales del país. Si el problema de hoy es la violencia, los partidos se anuncian con una mano firme y tosca; si el problema de mañana es la ecología, se anunciarán verdes con árboles naciendo.
No hay elecciones primarias en los partidos. Los candidatos están decididos desde que nacen, pues su función es ser un vehículo al poder. Un poder que no será ejercido pensando en un marco ideológico transparente, sino más bien, al lucro. Dado que el poder económico en este país no es diverso, la mayoría de partidos está financiado por las mismas personas y empresas.
Quizá la única novedad en estos últimos quince años, ha sido la inclusión del narcotráfico, del crimen organizado en general, como fuerza pujante que también desea financiar candidatos. Es la única democracia obligada para quien tenga el capital: dialogar con el emergente.
Ahora bien, si los financistas de los partidos son los que deciden las candidaturas, ya que son impuestas y no electas, significa que de ninguna manera un partido político buscará mejorar el sistema al acceder al poder, sino mantenerlo igual. Estable para el nivel de ganancias de sus dueños, invariable. Los partidos políticos guatemaltecos son entes conservadores por naturaleza.
Eso explica el fracaso de todas sus promesas. Nunca las iban a cumplir. No se deben al votante, pues es una herramienta tan solo para llegar al poder, se deben a sus financistas, quienes fueron los que los pusieron donde están. Con cierta ternura escucho en la radio, continuamente a la gente reclamar a las autoridades recordar quién fue el que los llevó ahí, refiriéndose al voto, conminándolos a actuar de mejor manera. En realidad nunca olvidan a quienes los llevaron ahí, actúan para ellos todo el tiempo. De hacer lo contrario, el fantasma del golpe de estado, del ataque virulento desde los medios, del enjuiciamiento, les mantiene a raya.
Vuelvo al estudio de Martínez Rosón, quien parafrasea a Roberto Alejos, político activo desde su elección como miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, ha sido diputado y actualmente, figura como posible candidato presidencial en una cita de brutal honestidad: “…afirma que los partidos políticos “se manejan como empresas” y por tanto explican la fluidez del sistema de partidos del mismo modo: “cualquier empresa que no funciona hay que cerrarla y abrir una nueva, hay que cambiarle nombre al producto, hay que cambiarle imagen y relanzarlo pero no abandonar nunca el negocio”
El negocio sigue siendo el mismo, por supuesto. Queda claro. Que los financistas de los partidos sigan siendo prósperos, a cualquier costo. Al final el poder económico contrata al poder político como gestor de riquezas. Y cumple.
Pienso en la boleta electoral como un menú de restaurante: elija a quien elija, todo lo hizo el mismo cocinero. Y me gustaría volver a mis vecinos, los fanáticos de American Idol, los que jamás participarían activamente en un partido, pero que votan y se dan por satisfechos: hacen lo mismo que en su programa. Mandan mensajes por su preferido, puede que gane o no. Da igual, al final la que se hace rica es la cadena de televisión. En Guatemala, los financistas, mientras todos pensamos que algo mejorará. Qué ilusos. Qué dictadura tan moderna, tan disfrazada de democracia.
Más de este autor