Existe un atolón en el Pacífico norte llamado Midway. Sus habitantes son unas 60 personas, y la urbe más cercana está a 2 000 millas de distancia. Sin embargo, en uno de los islotes de dicho atolón mueren decenas de aves (albatros). El fotógrafo Chris Jordan documentó que la causa de muerte de dichas aves radica en que ingieren desechos plásticos que confunden con comida. Lo más alarmante de esto es que ese plástico no viene de Midway, sino del resto del mundo. Los desechos están concentrados en una enorme isla artificial. Es la gran isla de la basura, que se encuentra localizada en las coordenadas 135°-155° O y 35°-42° N. La isla es una concentración de desechos estancados en medio del Pacífico debido a corrientes marinas. Allí probablemente se encuentran residuos de la bolsa plástica o la pajilla usada por unos segundos para llevar cómodamente agua del vaso a la boca. Allí están los residuos de las bolsitas de cloro, el envase del champú y la tapadera de rosca de la gaseosa de ayer, que van a parar a los estómagos de las aves de Midway. Aquí entra la responsabilidad que acompaña a nuestra libertad. ¿Es justo que formas de vida lejanas geográficamente, pero cercanas en cuanto a nuestra interacción natural, mueran debido a nuestra pretenciosa libertad y prosperidad?
Sin la intervención humana, los procesos naturales llegaron a un punto en que permiten que los ecosistemas se regeneren a un ritmo que a su vez permite que haya vida como la conocemos en el planeta. Y en ese proceso se desenvolvió la especie humana.
En el proceso humano de transformación de los ecosistemas para producir bienes y servicios se desbalancean ecosistemas que tomaron milenios en encontrar puntos de equilibrio ecológico. Si nuestro estilo de vida acelera esos desbalances sin permitirle al planeta ajustarse a su nueva normalidad, ponemos en peligro incluso a la misma especie humana.
Mucho de lo que vemos alrededor es producto de la inventiva humana. Si hemos podido crear sistemas económicos, descubrir vacunas y medicamentos y desarrollar tecnologías que permiten incrementar nuestra calidad de vida, ¿acaso no podemos evolucionar entonces hacia un estadio global en el que rija una mejor comprensión de nuestra existencia interdependiente y revisar la forma como interactuamos con nuestro entorno? ¿Qué nos restringe entender que lo que suceda en el bosque del Amazonas nos impacta a nosotros y que lo que nosotros consumimos aquí en Guatemala, por ejemplo, impactará eventualmente a la isla del atolón de Midway?
La visión dogmática y antropocéntrica que considera los elementos de los ecosistemas como recursos aislados de las personas sin tener en cuenta cómo se utilizan, cómo se transforman a la larga en desechos y a qué velocidad se consumen con respecto a su capacidad de renovarse crea una presión enorme en la biodiversidad, incluidos nosotros. ¿Hasta dónde ese uso a ese ritmo es sostenible?
En un abrir y cerrar de ojos, en comparación con la historia de la Tierra, los ríos han sido usados como canales de traslado de basura, como desagües de desechos, lo cual ha incrementado su polución conforme la emergencia de la industrialización. Si lo pensamos bien, ¿no es eso un total disparate? ¿Acaso un río debe ser usado como canal para mandar los desechos al mar, sin que importe todo lo que acontece dentro de dicho microsistema? ¿Acaso el océano debe ser la gran letrina mundial y el basurero global de nuestro hedonismo? ¿Acaso no somos nosotros también, como especie, parte de ese gran ecosistema global? Desde hace ya un buen tiempo nuestra capacidad de raciocinio debió haber cambiado ese paradigma y enmendado el error. En lugar de eso evidenciamos en Guatemala una gran miopía, rayana en estupidez, reflejada en una percepción cortoplacista del bienestar y en un concepto materialista-hedonista que solo consolida dichas prácticas. La evidencia muestra cómo el fin de maximizar ganancias como objetivo final justifica los medios y se ensaña más con el ciclo hidrológico al desviar caudales, limitar el flujo de ecosistemas o contaminar ríos, lagos y el mismo océano a gran escala y con fatal arrogancia. Las otrora fuentes de agua limpia y los ecosistemas de especies terrestres, acuáticas y anfibias que interactúan en el delicado equilibrio ecológico mundial se han convertido en desagües y en recursos hídricos que solo sirven para generar dinero. Al ser parte de esa matriz mundial de producción y consumo, todos somos cómplices, pero eso puede movernos a ser parte de la solución.
Vivimos bajo un paradigma errado respecto a cómo hemos entendido la posición del ser humano en su relación con otras formas de vida. Desde una visión religiosa se nos dice y repite que: «Dios coloca al hombre en el centro de su obra y le otorga la jerarquía más alta respecto de los demás seres vivos. Aun cuando estos últimos poseen la huella divina, únicamente el ser humano fue hecho a su imagen y semejanza». Y cuestionar dicho dogma se convierte en blasfemia.
Sucumbimos a la visión antropocéntrica y arrogante de especie superior, como si pudiésemos vivir ajenos a los ecosistemas. Ese paradigma, aunado a un utilitarismo individualista, entiende el agua, los bosques o las especies vivas como recursos para producir bienes y servicios. Sin embargo, esa perspectiva se queda corta si comprendemos la biodiversidad, incluyendo elementos como el agua y la tierra como partes fundamentales de los ecosistemas terrestres y del gran ecosistema global del cual no podemos extraernos.
¿Acaso la arrogancia del ser humano de colocarse por encima de cualquier otra especie es más valiosa que la humildad de reconocer que algo está mal al poner el hedonismo como centro de todo el planeta? ¿Es inteligente desechar hoy evidencia que hace 100 años se ignoraba?
Mientras más nos empecinemos en negar el impacto de nuestras acciones en el ecosistema global que llamamos planeta Tierra, más lejos nos colocamos de ostentar ese arrogante título de especie superior, pensante y racional, creada a imagen de algún dios.
Es tiempo de reconocernos vulnerables ante nuestro entorno y de cambiar con humildad nuestra actitud triunfalista. Al final, aun para los más arrogantes y egoístas, es nuestra especie la que también está en juego.
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