Mi hermana confirmó lo que escuché el otro día de que las mujeres son acosadas —«ataques» los llamó ella— a diario, de modo que se deben cuidar estirándose para abajo el vestido y pensándosela dos veces antes de salir a andar en una ciudad tan despiadada como la capitanía general de Miwate.
«Yo ya casi ni camino por las calles», afirmó. Recordaba sus tiempos viviendo en España, donde apenas sufrió un par de agresiones de esta naturaleza y donde, contaba, no le parecía peligroso regresarse sola a casa.
Escuchando los episodios, yo pensaba en la nula capacidad de alteridad que los hombres tenemos respecto a este tipo de eventos. Porque no solo lo vemos como algo normal, sino que una parte de nosotros lo siente como si fuera una exageración y como que estas constantes denuncias no son tan relevantes y se extinguirán con los días o por el puro olvido.
Reflexionaba también sobre cómo influye que nadie, más allá de los primos mayores o de algún amigo de un grado arriba, nos hablara de sexo empezando la adolescencia. Y, cuando lo hacían, lo hacían desde un enfoque prohibido que con el tiempo iba fortaleciendo la idea de que la validación como hombre se diera por medio del sexo. Con el tiempo esto implicaría darle auge a ese impulso por ver quién se coge a más.
Nosotros no hablamos de esto, pues, aun en los círculos más intelectuales, subyacentemente existe una tolerancia de los actos agresivos. Y es que la validación continúa bajo los parámetros de las conquistas. Hay una considerable presión colectiva que puede ser imperceptible, pero creo que ahí está y, por lo tanto, cuando alguien del clan no conecta ni la luz o una chica no le hace caso, este alguien es percibido como débil y fracasado y se procede, pues, a joderlo como se debe. La vida se termina derritiendo en los volcanes del alma: sexo, poder y dinero.
Creo que esto continúa en tanto no se desaten conflictos con otras personas o de manera interna. Se verifica nada más cuando alcanza niveles problemáticos que obligan a raspar aspectos de la personalidad y llevan a observar conductas violentas, compulsivas o que replican daños a mucha gente y al mismo hombre, que dentro de todo ni se da cuenta.
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Tampoco es que se quiera sacralizar la mojigatería, que es el otro extremo en el cual la represión sexual encuentra un asidero perfecto para provocar otro tipo de miedos, traumas y formas disfuncionales de acercarse a otras personas desde la intimidad. Por ejemplo, que la virginidad en la mujer se convierta en sinónimo de pureza o, contrario a la promiscuidad del hombre, en validación personal, familiar y hasta social.
Todo esto ha sucedido porque durante demasiado tiempo hemos estado relegando a las mujeres a condiciones de posibilidad de daños físicos, lo cual implica una situación de alerta permanente ante un ataque en una calle descampada o incluso en un centro comercial. «Nos friegan menos si vamos en grupo o acompañadas de algún hombre», explica mi hermana.
Tras explorar con un amigo estas esquinas de las conductas, él me decía que veía que el planeta, permeado por el impulso del macho guerrerista, necesitaba, para sobrevivir, un realce de la energía femenina a todos los niveles, empezando por el relacionamiento individual.
Hay dificultad en asumir nuevas identidades, pues la forma de ser está tan arraigada culturalmente, ancestralmente, casi como un linaje, como un tatuaje de pertenencia. Pero, en este momento histórico —creo yo—, este es un tema toral que se debe tratar. Y aunque se sabe que modificarse a uno mismo es de las cosas que más complicación conlleva, hay cancha para los intentos y las reflexiones prolongadas.
Ha terminado el día de las madres. Es más de la medianoche. Ya solo quedamos mi hermana y yo platicando.
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