Nosotros, los que usamos uniforme y nos levantamos a las cuatro de la mañana a pelear por la patria, sabemos cómo es la vida. Nadie nos ha dado las gracias, pero no importa porque estamos acostumbrados a que los pueblos respondan ingratamente a sus propios salvadores.
Ni se imaginan que hombres como yo lo hemos entregado todo por un porvenir digno. Ignoran que mi hijo, Homero, a quien nombré así por el gran poeta, me fue arrebatado por una bomba rusa colocada por un subversivo, delincuente, que después huyó a esconderse en alguno de los poblados indígenas que lo apoyaban durante las batallas que hervían en la interminable guerra fría.
El trabajo que hicimos tuvo una mapeo filosófico: quisimos sembrar en el hombre el sentido de la rectitud, que la gente asumiera su rol en el mundo (y que lo hiciera con decencia), que no se perdiera el valor del Estado ni el sacrificio de cada uno en función del crecimiento de la patria. Mi tarea fue sostener esa patria compacta, evitar la dispersión de naciones que ansiaban los comunistas. Y entregué a mi hijo. Cada quien perdió lo que más amaba en esta lucha que replicó los intereses mundiales de los dos imperios. Nosotros recibimos apoyo de los Estados Unidos porque eran los que en ese momento pregonaban los valores democráticos, la libertad. Ahora ese país respalda la moción de los socialistas en esa devoradora venganza que han fraguado, seguramente por algún convenio de monedas y para purgar su propia culpa. Como escuché decir a un embajador estadounidense en una reunión de la OEA a la que asistí durante mi presidencia: «Estados Unidos no tiene amigos. Solo tiene intereses».
Si bien mi vida ha sido larga, ahora está cercana a terminarse. Me espera la inyección letal. Mañana, a estas horas, habré muerto. Nadie podrá salvarme, ni siquiera los magistrados del sector privado, que me dejaron solo. Pactaron también con los comunistas esos uñas largas que me hicieron la revuelta en el 82 cuando les pedí más impuestos y se negaban a pagar el IVA. Pero bien que me invitaban a cenar cuando necesitaban evitar el ingreso de algún producto controlado por alguno de sus monopolios. Ahora vendieron mi cuerpo ante semejantes hordas, que no quieren más que venganza por haberlos vencido en la cancha. Ni siquiera pelearon en un lugar destinado para los hombres, sino que cooptaron los puestos en las cortes y en la Fiscalía para inventar esta estrategia, un anatema digno de los mejores planes maoístas, con el fin de sembrarme en la picota de la justicia ciega.
Aún me enoja que los oligarcas no agradezcan que limpiamos sus fincas de bichos subversivos, que inundaban como un panal desaforado las tierras productivas de esta hermosa República. Todavía sueño con que podamos ser un país digno del Primer Mundo, como Chile, Corea, Taiwán o Israel. Pero estos rencorosos europeos socialistas no nos lo permiten, pues lo único que quieren es venderme a los medios, así como los gringos se ufanaron con la cabeza de Sadam Huséin. Y lo han logrado. Me verán en pocas horas con los ojos en reposo eterno, sin arrepentirme de una sola bala disparada contra esas cucarachas, que debían morir como traidoras de su propio pueblo.
Yo creo en la República. Bien lo saben todos. Y por eso el nombre del partido que fundé. Creo en hacer producir la tierra, en que paguen impuestos, en que salgamos adelante, como buenos cristianos. Pero no creo en la pereza de algunos que pretenden arrebatar lo que se ha ganado dignamente. Apuesto por la disciplina, por el régimen militar: por la justicia pronta y cumplida, como la apliqué en los Tribunales de Fuero Especial para fusilar, entre tantos delincuentes, a esa banda de violadores que marcó a tantas familias honestas. Por eso no pude aceptar la petición del papa Juan Pablo II de perdonar a unos condenados a muerte, pues habría enviado un mensaje de flaqueza.
Me creerán abatido, pero no es cierto. Jamás reduje el discurso que he mantenido desde que ingresé en la Escuela Politécnica, donde dirigí la única institución educativa que ostenta solemnidad y honor. Recuerdo cuando llegar a la presidencia era el reto más grande que se comentaba entre los compañeros, y desde entonces decidíamos, entre los dos mejores de la promoción, quién se quedaría con la responsabilidad de la dirección del país y quién comandaría el Ministerio de la Defensa. Mi tono de voz siempre fue un temblor, y desde entonces supe que mi legado sería enorme. Y así fue: derroté a los comunistas pagados por Cuba y la mugrosa Unión Soviética. Eso es lo que me achacan ahora. Es la venganza más sutil, disfrazada de justicia transicional. Todos los que hemos estado en la política sabemos que la justicia responde a un golpe que no puede darse de manera directa, a una guerra trasladada a los combatientes de corbata y ataché que anhelan un sueldo indefinido.
Perder es un fastidio que libera porque obliga a morir como un mártir. Allá lo dirán quienes han sido aplastados por el imperio de los radicales rojos. Pero la consigna debe mantenerse. No podemos permitir que los indoctos, los que no saben nada del cristianismo, nos gobiernen. Tampoco que las culturas mayas, que forman parte de nuestro glorioso Ejército, dejen de ser guiadas por los herederos de la República, el Saber y la Fe en Dios. Solo los que conocemos la Verdad podemos ser pastores de los rebaños sumidos en la ignorancia de la lascivia y el libertinaje, características que dominan en los Estados que financian ahora a los izquierdistas que me han acusado, que pretenden alterar el contenido de la historia universal. Quieren fabricar un relato más de infamias seductoras en el que mi retrato sea un suvenir bien pagado. Al final, lo único que buscan es el dinero que tanto dicen detestar.
Ahora bien, la noche ha llegado para mí. Mis 88 años no me permiten ser desagradecido. Viví bajos los preceptos de Dios y salvé, con mi fusil, a esta bendecida patria de los dientes mortales del comunismo. De nada, marxistas, por permitirles escribir con tremendo odio desde las columnas de opinión de los diarios. De nada, socialdemócratas, porque ahora pueden tener computadoras portátiles y celulares de moda. De nada, porque pueden comprar trajes ingleses y carros alemanes. De nada, porque les di el lugar donde sus nietos vivirán libres de opresiones psicológicas y donde cualquiera podrá sembrar trabajo y cosechar negocios. Pero, ni modo, seré colgado como los auténticos benefactores de este planeta. Como un Jesucristo más. Dios los perdone. A ustedes y a los finqueros que no vieron que les salvé el pellejo. Me voy hacia lo alto, defraudado pero con orgullo. Sé que dentro de mucho el pueblo seguirá coreando mi nombre: José Efraín Ríos Montt.
En memoria de Otto Dietrich zur Linde.
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