El movimiento #YoTambién les ha puesto un alto a algunos de los hombres más poderosos en la política, en los medios y en el entretenimiento y ha forzado a varios países, principalmente a Estados Unidos, a empezar a reconocer la realidad de las relaciones entre hombres y mujeres. La agresión sexual y el acoso están a la orden del día, y muy a menudo se cuenta con un sistema para resguardar a quien comete violencia sexual, aun si es a costo de culpar a las víctimas, porque esa es la forma en que —por décadas— han funcionado el poder y el mercado laboral en todo el mundo.
En Guatemala, por oposición, vivimos todavía en virtual silencio. Las mujeres son vistas y tratadas como objetos con tal normalidad que sufren a manos de sus mismos padres, hermanos e hijos, así como de jefes, colegas y extraños en la calle. Es un mundo hostil, donde andar con falda corta no es una simple elección de vestuario o una expresión de un estado de ánimo, sino una provocación que potencialmente te pone en riesgo. O donde caminar en una vía sin acompañamiento te pone los nervios de punta —y con cierta razón—.
«En los trabajos te ven como secretaria. En las relaciones, las suegras te quieren enseñar a cocinar como le gusta al hombre. Los desconocidos te besan el cachete y te agarran la cintura. La gente en la calle te desnuda con los ojos. En los bares te tocan la cintura para abrirse paso. Y lo más grave es que, incluso cuando alguna valiente se atreve a denunciar y poner un alto, a nadie le importa», me explica Ana Lucía, una amiga.
Además, cuando alguien se defiende, es ridiculizada. Y es casi risible cuántas campañas han surgido —con algo menos de fuerza que #YoTambién— para promover los derechos de la mujer. Ana Lucía cree que nada cambia con estas campañas porque los hombres se sienten con el poder de seguir haciendo lo mismo que hasta ahora e incluso les divierte ver a las mujeres defenderse. Yo creo que tampoco ayuda que nuestro contexto y vocabulario sean tan radicalmente machistas que no hemos podido romper esa opresión de siglos. ¿Cómo hacerlo?
Pensemos tan solo en que la mayoría de los embarazos entre niñas menores de 14 años en nuestro país resultan de violaciones de sus propios padres o familiares. Y no solo no hay justicia para estas víctimas de violencia sexual, sino que nuestras costumbres y normas juegan a favor del agresor y ocultan estos hechos horribles en el silencio —con un alto costo para las víctimas—. La escuela, la iglesia, el sistema político, la impunidad rampante en las cortes y nuestra cultura apuntan todos en la misma dirección. Y el poder adquisitivo o el grado de estudios no son garantía para salir de este círculo vicioso.
Por eso celebro enormemente la valentía de Dina Fernández, que retoma lo que otras han denunciado anteriormente y cuenta su historia, como hacen varias otras mujeres que la siguieron en abrirse a esta conversación. Sin embargo, creo que a este debate deben sumarse una diversidad de voces y poner en palabras los miles de experiencias puntuales en las que el machismo nos atraviesa.
Yo escribo como hombre y con el privilegio que eso me concede. En particular, soy uno que aprendió a cuestionar la idea tradicional y tóxica de masculinidad y que se incomoda con su cotidianidad. Pero precisamente por eso creo que la opresión rampante que vivimos solo es posible con la complicidad de una mayoría de hombres, y una mayoría de mujeres también, de modo que se vuelve más urgente empezar a pensar cómo uno aporta para empezar a construir un sistema más justo e igualitario.
Por eso, yo digo #YoTambién. ¿Y ustedes?
Más de este autor