En específico, conocemos muy poco sobre la historia política del país. Las clases de historia en el sistema educativo formal, que siguen la cronología de los presidentes y jefes de Estado, son muy deficientes, y por ello nos es muy difícil recordar quiénes nos han gobernado y, más aún, emitir un juicio crítico sobre quiénes han sido los mejores y peores gobernantes del país. No obstante, si les pregunto a mi mamá y a mi papá, ellos lo tienen claro. El mejor presidente ha sido Juan José Arévalo (1945-51). Mi papá iba a cumplir cuatro años cuando fue la Revolución de Octubre, y mi mamá estaba recién nacida cuando dicha gesta política celebraría su primer año de vida. Lo tienen claro porque la tradición oral de sus familias así lo indica. Mis abuelos fueron funcionarios locales, en sus respectivos pueblos, de los dos gobiernos de la Revolución y luego sufrieron las consecuencias tras la caída de Árbenz. No sé si los jóvenes de hoy, los millennials, saben siquiera quién fue Juan José Arévalo y lo que representa para Guatemala. Lo que sí sé es que los presidentes de la reciente era democrática se disputan entre sí no el puesto al mejor presidente, sino quién lo puede hacer peor. Cada vez llegamos a nuevos mínimos históricos con la incompetencia, la corrupción y el descaro de los que se creen ungidos no para servir al país, sino para enriquecerse ellos mismos y a los financistas que los llevaron al poder, con los grandes costos sociales que eso implica.
Jimmy Morales definitivamente ha hecho suficientes méritos para considerarse entre los peores presidentes de la historia reciente de Guatemala. Recordemos por qué lo es.
Hace un año, un domingo muy temprano, circuló el video casero con el cual el infame presidente de Guatemala intentó expulsar del país al comisionado Iván Velásquez, jefe de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). La pronta reacción de la sociedad civil organizada ante la Corte de Constitucionalidad impidió que la declaración presidencial del comisionado como persona no grata se hiciera efectiva. Sin embargo, 12 meses después se especula que el Ministerio de Relaciones Exteriores no le renovará su visa de trabajo y que el próximo año la Presidencia no le renovará el mandato a la comisión. Los corruptos dentro y fuera del Estado salivan con solo pensarlo. Creen que de esa manera se preservará el statu quo.
Desde hace un año hemos vivido en medio de una crisis política de baja intensidad. Hubo algunos sobresaltos, como cuando los diputados al Congreso de la República intentaron recetarse impunidad y los ciudadanos movilizados y politizados desde el año 2015 supimos ponerlos en su lugar. Lo más evidente ha sido un deterioro paulatino de la salud mental del presidente, que ha cometido error tras error en la obstinada defensa de sus familiares acusados por la Cicig y el Ministerio Público por defraudación fiscal y luego en defensa propia por los casos de financiamiento ilícito de campaña electoral del pseudopartido que lo llevó al poder, es decir, obstruyendo la justicia.
[frasepzp1]
El denominado pacto de corruptos se consolidó entre el Ejecutivo y el Legislativo cuando el difunto alcalde de la ciudad de Guatemala irrumpió (literalmente) en la escena. Su hijo, único miembro del partido arzuísta, vehículo electoral que próximamente también enfrentará cargos por financiamiento ilícito de campaña por parte de empresas constructoras, fue encumbrado como presidente del Congreso para garantizar la acción colectiva en defensa del presidente, el alcalde capitalino, los secretarios generales de los partidos y sus aliados corruptos en el sector privado. Fue una alianza al mejor estilo de los matrimonios por conveniencia que nos explica Marta Casaús en su obra Guatemala, linaje y racismo. A pesar de la inesperada muerte del alcalde, la alianza persiste, pues los intereses en juego son muy grandes y sus defensores muy poderosos.
La salida de Thelma Aldana como fiscal general en mayo de este año les dio un respiro a los corruptos. Pensaron, equivocadamente, que la nueva jefa del Ministerio Público, Consuelo Porras, se quedaría inmovilizada. Pero los acontecimientos de las recientes semanas han significado un revés para el presidente y sus aliados. Una nueva solicitud ante la Corte Suprema de Justicia para retirarle el antejuicio, ahora mejor fundamentada con las confesiones de los empresarios que lo financiaron de manera ilegal, es una nota de recordatorio: el presidente elige y nombra al fiscal general, pero, una vez en el cargo, este solo responde al imperio de la ley, no a la antojadiza voluntad del mandatario. Está por verse si en el Congreso los números siguen siendo favorables para la protección del presidente. Cada día que pasa tiene menos qué ofrecer a los diputados, y ellos tienen poco qué ganar ante la proximidad de las elecciones, si es que logran participar nuevamente como candidatos.
El reciente convenio entre la Cicig y el Tribunal Supremo Electoral (TSE) para fortalecer la fiscalización de las campañas del próximo año ha puesto en jaque al viejo sistema de partidos políticos. A tal punto que estos han enviado a sus más recalcitrantes defensores a intimidar a los magistrados del TSE. Incluso el sector privado organizado se ha lanzado en frontal ataque contra las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos. Su interés no es solo económico: es sobre todo político, ya que son los tradicionales defensores del statu quo en Guatemala (junto con la Iglesia católica y el Ejército, que ya han perdido bastante poder). Claramente prefieren sacrificar la democracia en el altar del mercado, pero bajo sus reglas de juego (privilegios, monopolios y macrocorrupción permitida, la de cuello blanco, para aprovecharse del Estado). Por eso no es de extrañar que el Cacif haya mostrado recientemente simpatía por el modelo nicaragüense, la propuesta orteguista que ahora se desmorona inevitablemente.
[frasepzp2]
Este sector privado tradicional también está en medio de una profunda crisis. Una nueva generación de empresarios progresistas (no porque sean socialistas, sino porque saben cómo se comportan las empresas a nivel global en democracias funcionales y mercados regulados por Estados fuertes —es decir, conocen cómo funciona y se desarrolla el capitalismo moderno—) ha asumido también como propia la lucha contra la corrupción y la impunidad. Estos no se reúnen en el Club Industrial para decidir los destinos del país, sino que lo hacen en una cantina, donde pueden interactuar también con organizaciones de la sociedad civil y con movimientos políticos emergentes que desean transitar hacia la nueva política, una basada en la transparencia, en la rendición de cuentas, y también enfocada en el fortalecimiento del Estado de derecho, la democracia y la economía al servicio de todos.
Hay también grandes empresarios disidentes del Cacif que están planteando la necesidad de un pacto o acuerdo nacional sobre reformas mínimas pero necesarias para salir del atolladero en el que nos encontramos. No obstante, para lograrlo se necesitará de una masa crítica del liderazgo político que las asuma como propias. Esta aún no es viable, pues los políticos del viejo modelo están atrincherados en el Congreso y los que aspiran a transformarlo apenas están germinando. El nivel de incertidumbre sobre las alternativas viables en las próximas elecciones aún es muy alto. El panorama se clarificará por enero del próximo año, pero lo que ocurra en estos últimos cuatro meses del 2018 podría definir no solo los resultados electorales en junio de 2019, sino también las posibilidades reales de reformas institucionales en los próximos cuatro años.
Por ello no es trivial lo que la crisis política de un viejo sistema en agonía nos permita maniobrar. Los demócratas debemos movilizarnos ahora, no mañana. Debemos lograr acuerdos pronto para tener éxito en las próximas elecciones, lo cual no se limita a depurar el sistema de los políticos corruptos y ladrones, sino a sustituirlos por personas capaces de solucionar los problemas públicos que nos afectan a todos. Lo que hoy está en juego es, nada más y nada menos, la viabilidad de nuestro futuro.
Más de este autor